Hace algunos días subía al metro en Colón una mujer portando una paloma acurrucada entre los brazos. El animal tenía un aspecto enfermizo.
Colón no es uno de esos lugares en los que alguien vaya a pararse a recoger a un animal enfermo.
Aquella mujer no parecía el tipo de mujer que se detendría a auxiliar a un bicho de la calle.
La compasión que se revela en este gesto me resulta, o, en concreto aquí me resulta, del todo indiferente. No tanto así, en cambio, el hecho de que el gesto supusiese una breve interrupción de ese continuo fluctuante que es la calle Colón, la parada de metro, el vagón. Interrupción sin estrategia, salto improvisado. Pienso entonces en lo dicho en
El tedio en las calles, pienso en la fotografía de William Klein, Robert Frank, Saul Leiter, pienso en aquella expresión de Manuel Delgado, "la ciudad menos su arquitectura, todo lo que en ella no se detiene ni se solidifica", y advierto que nosotros, el espacio que abren nuestros encuentros, bien puede funcionar como el infierno para el plan, fuego corriendo por las calles en direcciones imprevisibles.
No había forma de leer en el plan y, entonces, no había forma de esperar, que aquella paloma enferma sería aquel día parte del pasaje. Ningún ocupante del metro pudo prever que alguien introduciría en su vida semejante distorsión y, de saberlo, probablemente la habría evitado.
En alguna parte Morelli asegura que el otro en la calle se nos da no como una realidad fílmica sino más bien como un hecho fotográfico. A mí me cabe pensar en una percepción del espacio de encuentro cuya sustancia vive encabalgada entre ambas formas, como la posibilidad siempre refundada de que, inopinadamente, una instantánea eche a andar haciendo que lo que funcionaba como el trasfondo de una
panorámica urbana termine proporcionando los retazos para una
biografía colectiva. Biografía tenue, incompleta, difícil de seguir por la insidiosa tendencia a aparecer sus fragmentos cuando uno menos los espera, por su habilidad de diluirse un momento después. Algunas fotografías de Klein —las mejores, creo—, parecen detenerse en ese instante en que una estatua de sal, exorcizada por la cámara, va a lanzarse a la arena como agente de lo efímero.
"La ciudad menos su arquitectura", decía Manuel Delgado, ese espacio urbano real, sin hipóstasis. "Ahí no hay más remedio que aceptar someterse a las miradas y a las iniciativas de los otros. Ahí se mantiene una interacción siempre superficial, pero que en cualquier momento puede conocer desarrollos inéditos". Si alguna necesidad le cabe al tedio en la vida urbana es la necesidad que sigue al olvido de ese
ahí innombrable y, me temo, nuestras aptitudes para el olvido prácticamente no conocen límite. Un olvido que engendra gestos apropiados en lugares apropiados, lógica retorcida que hace de las calles precisamente lo que no nos es propio y que borra cualquier tentativa de apropiación para devolver el conjunto íntegramente al plan.
Hace algunos días subía al metro en Colón una mujer portando una paloma enferma acurrucada entre los brazos, pero, ay, una paloma enferma se deja conducir demasiado fácilmente al olvido. Mañana alguien bajará al metro con un caimán perfectamente sano como un gesto que recoge la invitación de otro gesto, desarrollo inédito, paso a lo inesperado. Sobresalto, piernas mordidas y gritos en un cielo subterráneo. Aún así, sin duda habrá quien teniendo la escena ante las narices vuelva a su casa como cada día, muerto de tedio, muerto.