Está escrito. Está datado. Es el propio Rousseau quien nos proporciona la crónica de su vuelo y es un jueves 24 de octubre de 1776. Alrededor de las seis de la tarde Jean-Jacques regresa a París después de una jornada dedicada a la botánica y al disfrute de "contemplaciones deliciosas". Probablemente comienza a atardecer, probablemente la visibilidad va reduciéndose a cada paso, probablemente aquello que en el campo puede aún llamarse "contemplación" en la ciudad no puede sino ser llamado "distracción", y entonces:
"Más o menos [...] estaba en la pendiente de Ménilmontant, frente por frente casi del Galant Jardinier, cuando al echarse a un lado bruscamente y de pronto las personas que caminaban delante de mí, vi caer sobre mí un gran perro danés que lanzado a toda velocidad por delante de una carroza no tuvo siquiera tiempo de detener su carrera o de girar cuando me vio. Pensé que el único medio que tenía para evitar ser derribado era dar un gran salto tan preciso que el perro pasase por debajo de mí mientras yo estaba en el aire."
Puesto que la manipulación del tiempo narrativo lo permite, dejemos por un momento a Rousseau ahí, suspendido en el aire, en estado de ingravidez y continuemos. Retengamos de la escena, si acaso, el hecho de que un hombre con ambos pies en el aire resulta siempre sintomático. El síntoma aquí habla del agotamiento de cierta forma de andar. Atardece en el reino del paseo contemplativo, del paseo filosófico, mientras que la ciudad -con su tráfico, con su ruido, con sus fuerzas vivas cambiando constantemente de ritmo- prepara el escenario para la emergencia del flâneur. Walter Benjamin da en la nota justa de este cambio: "el flâneur [...] se separa por completo del tipo del paseante filosófico y adquiere los rasgos del hombre lobo que merodea inquieto entre la selva social." (Libro de los Pasajes, M1,6)
A la nueva raza de los merodeadores pertenece la aptitud de emboscarse, de infiltrarse en la multitud siguiendo sus tiempos: el flâneur anda con los demás, allí donde ellos van, con la libertad que presta no acudir a dichos lugares por la razón que mueve a todos, sino por el mero hecho del seguimiento de los pulsos urbanos. Nadie va a señalarlo de entre la masa y nadie va a perfilar sus bordes, porque todo ocurre como si existiese sólo diluyéndose. El arte del callejeo supone maestría en torcer por la esquina apropiada justo a tiempo, esquivando la mirada, evitando la presencia. "Un libro que no se deja leer", diría Poe en El hombre de la multitud.
Mientras, el buen Rousseau sigue en el aire, donde lo habíamos dejado. Su forma de andar es torpe, demasiado visible, demasiado atacable, demasiado imprudente: se detiene cuando todos avanzan y avanza cuando todos se han detenido. Todo le sobrecoge "bruscamente y de pronto". Se expone pero, en fin, la contemplación tiene su tiempo propio, sólo que tal vez es un tiempo acabado:
"Era casi de noche cuando recuperé el conocimiento. Me encontraba entre los brazos de tres o cuatro jóvenes que me contaron lo que acababa de ocurrirme. Sin poder frenar su impulso, el perro danés se había precipitado sobre mis dos piernas y, al golpearme con su masa y su velocidad, me había hecho caer con la cabeza por delante; al llevar todo el peso de mi cuerpo, la mandíbula superior había chocado contra un pavimento escabroso, y la caída había sido más violenta porque, al estar en cuesta, mi cabeza había dado más abajo que mis pies."