martes, 27 de enero de 2009

El vuelo de Rousseau,


Está escrito. Está datado. Es el propio Rousseau quien nos proporciona la crónica de su vuelo y es un jueves 24 de octubre de 1776. Alrededor de las seis de la tarde Jean-Jacques regresa a París después de una jornada dedicada a la botánica y al disfrute de "contemplaciones deliciosas". Probablemente comienza a atardecer, probablemente la visibilidad va reduciéndose a cada paso, probablemente aquello que en el campo puede aún llamarse "contemplación" en la ciudad no puede sino ser llamado "distracción", y entonces:

"Más o menos [...] estaba en la pendiente de Ménilmontant, frente por frente casi del Galant Jardinier, cuando al echarse a un lado bruscamente y de pronto las personas que caminaban delante de mí, vi caer sobre mí un gran perro danés que lanzado a toda velocidad por delante de una carroza no tuvo siquiera tiempo de detener su carrera o de girar cuando me vio. Pensé que el único medio que tenía para evitar ser derribado era dar un gran salto tan preciso que el perro pasase por debajo de mí mientras yo estaba en el aire."

Jean-Jaques Rousseau, Las ensoñaciones del paseante solitario

Puesto que la manipulación del tiempo narrativo lo permite, dejemos por un momento a Rousseau ahí, suspendido en el aire, en estado de ingravidez y continuemos. Retengamos de la escena, si acaso, el hecho de que un hombre con ambos pies en el aire resulta siempre sintomático. El síntoma aquí habla del agotamiento de cierta forma de andar. Atardece en el reino del paseo contemplativo, del paseo filosófico, mientras que la ciudad -con su tráfico, con su ruido, con sus fuerzas vivas cambiando constantemente de ritmo- prepara el escenario para la emergencia del flâneur. Walter Benjamin da en la nota justa de este cambio: "el flâneur [...] se separa por completo del tipo del paseante filosófico y adquiere los rasgos del hombre lobo que merodea inquieto entre la selva social." (Libro de los Pasajes, M1,6)
A la nueva raza de los merodeadores pertenece la aptitud de emboscarse, de infiltrarse en la multitud siguiendo sus tiempos: el flâneur anda con los demás, allí donde ellos van, con la libertad que presta no acudir a dichos lugares por la razón que mueve a todos, sino por el mero hecho del seguimiento de los pulsos urbanos. Nadie va a señalarlo de entre la masa y nadie va a perfilar sus bordes, porque todo ocurre como si existiese sólo diluyéndose. El arte del callejeo supone maestría en torcer por la esquina apropiada justo a tiempo, esquivando la mirada, evitando la presencia. "Un libro que no se deja leer", diría Poe en El hombre de la multitud.
Mientras, el buen Rousseau sigue en el aire, donde lo habíamos dejado. Su forma de andar es torpe, demasiado visible, demasiado atacable, demasiado imprudente: se detiene cuando todos avanzan y avanza cuando todos se han detenido. Todo le sobrecoge "bruscamente y de pronto". Se expone pero, en fin, la contemplación tiene su tiempo propio, sólo que tal vez es un tiempo acabado:

"Era casi de noche cuando recuperé el conocimiento. Me encontraba entre los brazos de tres o cuatro jóvenes que me contaron lo que acababa de ocurrirme. Sin poder frenar su impulso, el perro danés se había precipitado sobre mis dos piernas y, al golpearme con su masa y su velocidad, me había hecho caer con la cabeza por delante; al llevar todo el peso de mi cuerpo, la mandíbula superior había chocado contra un pavimento escabroso, y la caída había sido más violenta porque, al estar en cuesta, mi cabeza había dado más abajo que mis pies."

Jean-Jacques Rousseau, Las ensoñaciones del paseante solitario


miércoles, 21 de enero de 2009

L.A., todo, en un callejón


La zorra pintada y zalamera, con su minoría de edad tan rosada y dulce entre las piernas. Me ha visto. Sonríe socarrona y viene a por mí. Apenas puedo controlar la respiración y noto el corazón y el paquete a punto de estallar. Agarrándome por la entrepierna y por la billetera se abalanza sobre mí con su húmedo y eléctrico riff, pegajoso y repetido hasta el colapso, hasta el extremo, hasta el espasmo. Me estremezco y lanzo un grito ahogado al cielo oscuro y depravado de Los Ángeles.

Todo ha terminado y yo estoy sin blanca. Mañana volveré al callejón.







martes, 20 de enero de 2009

Heredar un uso de conversar,

“Y siendo así que yo considero la diferencia entre decir y citar
como una diferencia de postura, la propuesta de indecibilidad
me produce la impresión de estar asumiendo una postura,
y una postura miserable.”

(En busca de lo ordinario. Stanley Cavell)


La Real Academia Española de la lengua propone, como acepciones de conversar y conversación:

Conversar. 1. Dicho de una o varias personas: Hablar con otra u otras || 2. Hacer conversión || 3. desus. Vivir, habitar en compañía de otros || 4. desus. Dicho de una o más personas: Tratar, comunicar y tener amistad con otra u otras || 5. tr. Ecuad. narrar.

Conversación. 1. Acción y efecto de hablar familiarmente una o varias personas con una u otras. || 2. desus. Concurrencia o compañía. || 3. desus. Comunicación y trato carnal, amancebamiento. || 4. ant. Habitación o morada.

Me preocupa ese modo de conservar la familiaridad habiendo perdido la compañía porque hay, en esta pérdida, algo que desplaza lo comunitario en nuestras conversaciones. Que la familiaridad no se haya perdido, aun cuando instauremos el desuso y el olvido en la “concurrencia y la compañía”, también en la “amistad”, esa particular proximidad que nos lleva –también literalmente y también literariamente– al “trato carnal y amancebamiento”, me hace pensar que perdimos también, en algunas formas literarias, la carne y el “trato sexual habitual” (voz para amancebamiento) lo que yo entiendo como el vacío de comunidad en nuestra práctica ordinaria de la sexualidad, que para mí debiera remitir más a la compañía –a veces concurrida– que a nuestras maneras diversas de penetrarnos y de ser penetrados.

Me doy cuenta de que mi preocupación es mi lectura tropezando constantemente con algún tipo peculiar de inestabilidad instaurada en las voces tercera y cuarta de conversar y segunda y tercera de conversación, en esa manera de olvidar, pero también de ocultar, la compañía y la amistad en nuestras maneras familiares de comunicarnos, de tratarnos. Inestabilidad que acaba por convertirse en un ejercicio de implantación gramatical de un significado en nuestras formas de olvidar y desusar otros usos de la misma palabra. Eso quiere decir que hay maneras en que aprendemos a usar las palabras en nuestro lenguaje para olvidar –instaurar el olvido en– nuestros propios significados, lo que no es sino una ejecución de nuestra capacidad de hacer cosas con palabras en el modo particular de practicar, en nuestro lenguaje, el olvido de un uso o significado. El significado de las palabras está, de algún modo, vivo, y aun cuando tengamos maneras lingüísticas de concebir y ejecutar su muerte, tenemos también maneras de concebir y ejecutar su restauración en la generación de nuevas prácticas. Entonces recuperar un uso puede concebirse como una manera peculiar de revivir un significado en el modo cómo éste se rememora gramaticalmente en nuestros nuevos juegos de lenguaje. Algo que me gusta pensar bajo la perspectiva de heredar los significados en mi (nuestra) manera particular de conjugar las palabras y por ello en la conjugación de mi (nuestra) voz.

Ahora puedo ver reconocidas tus palabras como atraídas por mi voz, lo que estoy dispuesto a aceptar como un significado nuevo y particular que emana de la compañía y la amistad en nuestras conversaciones. Entonces la escritura, aquí, se conjuga en la forma de la invitación y del encuentro, de la sugerencia y la satisfacción; y la repetición de la escritura como la renovación del ejercicio de heredar nuestras propias conversaciones en la manera de sentirse invitadas y de sentirse encontradas y por ello respondidas, en esta comunidad, todas estas nuevas voces.


lunes, 12 de enero de 2009

Cartografiar la Rayuela de Julio Cortázar,


"—En el fondo —dijo Gregorovius—, París es una enorme metáfora."
Julio Cortázar, Rayuela, 26

Cartografiar la Rayuela, cartografiar el París de la Rayuela, porque finalmente era una cuestión de tiempo: tiempo para indexar las menciones, los lugares, los trayectos, tiempo para distribuirlos sobre un mapa, tiempo para revisar el resultado, tiempo para darse el tiempo de disfrutar releyendo y situando chinchetas e hilos. Cartografiar la Rayuela, como otro modo de hacer ver que las ficciones se interpelan unas a otras: la ficción de la novela, de la anti-novela, y la ficción del mapa. Cartografiar y expandir sobre el espacio fragmentos que son otra lectura posible: rayuelizar un mapa de París. Un mapa del París-Rayuela que supla las carencias de esas ediciones en las que simplemente se añade un apéndice, casi un cilio sin impulso, con el mapa de un París-a-secas.

La leyenda,

El mapa del mapa es sencillo por demás: los puntos representan menciones a lugares, a los sucesos en ellos, a los pensamientos con localidad. Cuando en un mismo pasaje se mencionan diversas calles se resalta en negrita, por más obvio que sea a veces, el lugar preciso al que corresponde el punto en el mapa. Los trayectos, reales o imaginados, se representan mediante lineas. Uno puede seguir el paseo de un Oliveira que acompaña a Berthe Trépat a casa, puede seguir dos líneas que se aproximan hasta el lugar de un encuentro improvable, puede... En ocasiones, los fragmentos se han extendido mucho más allá de lo estrictamente necesario para atestiguar la mención a un punto concreto. La única razón para ello es el gusto personal del cartógrafo.

Disfrútenlo.

domingo, 11 de enero de 2009

La libertad fue, por un instante


"Un buen músico es aquel cuyas melodías tienen sobre todo larga respiración" (Sobre las últimas cosas, Otto Weininger)

La libertad fue, por un instante, una Gibson Les Paul aullando desde un amplificador Leslie y el tronar sincopado de un kit Ludwig canalizado por dos micros MI 160.

La libertad fue, por un instante, el vuelo ligero de un ave de hojalata y el centelleante crepitar de su aleteo huyendo del amanecer incandescente, eléctrico.




jueves, 8 de enero de 2009

Contra el dios de las horas,


Balzac era cafeinómano. Todos los adictos al "agua negra", que decía el francés, saben que en dicha bebida hay poderes, algunos espíritus, cierta forma de sentirse impulsado hacia adelante y hacia afuera. Pero, ¿cuál es la promesa del café? ¿Es acaso esa excitación del espíritu, esa multiplicación de la fuerza? En buena medida, casi la única promesa hoy es la del rendimiento, la del trabajo maquinal. También para Balzac consumir café suponía la posibilidad de cruzar noches enteras sin abandonar la pluma, impulsado tanto por el líquido amargo como por la presión de los acreedores. O dar algo más a las galeradas, o quién sabe si acabar de galeote. "Carezco de imaginación. Voy a tener que hincharme de café", escribía una noche de la rue Raynouard.
Para aquellos que han sido adictos antes del uso rutinario es difícil no añorar el tiempo en que el café era una prueba de los dioses, de las divinidades profanas del amanecer, una forma de hacer saltar por los aires los cerrojos de las horas, de los usos de los hombres. Vigilia, temblor y de repente el alba y cañerías, bajantes, duchas y cisternas. (Todas las ciudades se despiertan primero en sus sanitarios.) Y uno que no ha dormido en la noche no está dormido pero no está despierto tampoco y presiente el día como algo que se ha ido del tiempo, como una masa continua y como una frontera allanada.