domingo, 26 de agosto de 2007

Escrito a máquina,

Henry Miller, en Trópico de Cáncer:

"Soy una máquina de escribir. Ya está puesto el último tornillo. Esto pita. Entre la máquina y yo no hay divergencia. Yo soy la máquina..."

Probablemente, uno de los fragmentos de la literatura contemporánea en que se explicita de forma más clara el amor a la máquina. En el oficio de la escritura, como en tantos otros, ha llegado a ser absolutamente deseable la perfecta implementación entre hombre-obrero y máquina. Evidentemente, el fragmento no deja de aludir a la ficción de estilo directo de la obra de Miller, a esa necesidad del narrador de "consignar todo lo que se omite en los libros". Ahora bien, en él también se transluce el hecho de que en ausencia de la máquina como mediador tal estilo sería imposible.

Junto a la historia de los medios técnicos implicados en la escritura (por ejemplo, el célebre Febvre, L. y Martin, H.-J., La aparición del libro), hay toda una historia posible de la literatura basada en los fragmentos en que los narradores rinden tributo o confiesan la relación con sus utensilios de trabajo. Sería una historia de esos momentos en que lo que queda más allá del borde de la página deja una hueya en la página misma, transfigurado por la narración que lo recoge. Una historia de las ficciones sobre el oficio de la escritura.

viernes, 24 de agosto de 2007

La ciudad 3, Manhattan santa

"Muy por encima de los últimos pisos, arriba, estaba la luz del día junto con gaviotas y pedazos de cielo. Nosotros avanzábamos en la luz de abajo, enferma como la de la selva y tan gris, que la calle estaba llena de ella, como un gran amasijo de algodón sucio.
Era como una herida triste, la calle, que no acababa nunca, con nosotros al fondo, de un lado al otro, de una pena a otra, hacia el extremo fin, que no se ve nunca, el fin de todas las calles del mundo.
No pasaban coches, sólo gente y más gente todavía.
Era el barrio precioso, me explicaron más tarde, el barrio de oro: Manhattan. Sólo se entra a pie, como a la iglesia. Es el corazón mismo, en Banco, del mundo de hoy. Sin embargo, hay quienes escupen al suelo al pasar. Hay que ser atrevido.
Es un barrio lleno de oro, un auténtico milagro, y hasta se puede oír el milagro, a través de las puertas, con el ruido de dólares estrujados, el siempre tan ligero, el Dólar, auténtico Espíritu Santo, más precioso que la sangre.
(...) Cuando los fieles entran en su Banco, no hay que creer que puedan servirse así como así, a capricho. En absoluto. Hablan a Dólar susurrándole cosas a través de una rejilla, se confiesan, vamos. Poco ruido, luces indirectas, una ventanilla minúscula entre altos arcos y se acabó. No se tragan la Hostia. Se la ponen sobre el corazón."

Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche

jueves, 23 de agosto de 2007

La peste,


El cuerpo paralizado, enfermo, llamado a la muerte, es una de las imágenes más persistentes de la literatura contemporánea. Como si un cuerpo humano llegado a las postrimerías indicase en la dirección inequívoca de un orden social que toca sus últimas horas, los escritos del pasado siglo XX -aunque ya desde el XIX- se poblaron de personajes tullidos, aquejados de ataques febriles, de una profunda crispación nerviosa, etc. El manco Franz Biberkopf, el palúdico Ferdinand Bardamu, todos los tuberculosos de Thomas Mann, el cáncer para Henry Miller ("El mundo que me rodea está desintegrándose y deja aquí y allá lunares de tiempo. El mundo es un cáncer que se devora a sí mismo." Henry Miller, Trópico de cáncer), y la peste en Albert Camus. Como correlato, tal vez como telón de fondo y, en buena medida, como inspiración, encontramos textos de la tradición más clásica en los que el cuerpo humano y el cuerpo social se ven sometidos a la virulencia de la epidemia.


miércoles, 22 de agosto de 2007

Mal dicho


Mal-decir, y hacerlo a propósito, como para salir del orden de las gramáticas. Mal decir para maldecir las palabras correctas, las que propician una inteligencia reconocida. También mal decir para no haber dicho, para que no encuentren el rastro sino sólo los fragmentos, sin ningún fin conciso. Hablar como con el orificio incorrecto, flatulentamente. Y gruñir, mugir, berrear, errear y esear, arrr, rrrr rr rrRr Tgr frs ls sS rrsd.
Mal hablar para no encontrar un corrector aceptable y poder cagar con palabras mal hechas sobre la más limpia de las sagradas pátinas de este inmundo. Y después no hablar.

“Mientras las palabras salgan nada cambiará, ahí están las viejas palabras sueltas aún. Hablar, no hay más, hablar, vaciarse, aquí como siempre, no hay más. Pero las palabras se agotan, es verdad, esto cambia todo, salen mal, malo, malo. O es el temor de llegar a las últimas palabras, de saldar las cuentas, antes del fin, no, porque ése sería el fin, a fin de cuentas, no es seguro.”
Samuel Beckett, Textos para nada


miércoles, 8 de agosto de 2007

El fin de los órdenes

Hoy recomendamos una página con contenidos sobre la Primera Guerra Mundial, el conflicto que llevó a la ruina no sólo un determinado orden del mundo sino, tal vez, la esperanza en que el mundo pudiese cobrar algún orden futuro.