jueves, 30 de abril de 2009

La ciudad expuesta,

exponer. 1. presentar algo para que sea visto, ponerlo de manifiesto.
3. colocar algo para que reciba la acción de un agente.
5. arriesgar, aventurar, poner algo en contingencia de perderse o dañarse.
7. someter una placa fotográfica o un papel sensible a la acción de la luz para que se impresione.


El concepto clave de la vieja fotografía es, sin duda, el tiempo de exposición. Ante los primeros retratos tomados por el aparato de Daguerre uno no puede eludir la sensación de que el carácter del personaje no fue captado sino, de algún modo, destilado. Que la geografía urbana haya formado parte central del repertorio fotográfico desde ese primer momento nos sitúa ante el hecho de que sólo los edificios estuvieron realmente en condiciones de asumir un tiempo de exposición inacabable, lo cual supone otro modo de reconocer que los hijos de la arquitectura viven expuestos. Expuestos por cuanto habitan el espacio siendo el espacio y, entonces también, expuestos ya que en su existencia manifiesta, desnuda, están en situación de correr peligros, de perderse o dañarse.
Superado el uso experimental –véase, por ejemplo, Vue de la fenêtre du domaine du Gras de Joseph Nicéphore Niépce o Boulevard du Temple de Daguerre–, la fotografía adquiere con Eugène Atget la capacidad de asumir la fragilidad del tejido urbano. Tras los años de la carnicería del barón Haussmann parece urgente documentar todo aquello que pueda haber quedado en pie del viejo París y el trabajo que localización tras localización, ejecuta Atget, supone el testimonio de un tiempo perdido. No es extraño que Benjamin compare sus fotografías con las imágenes del lugar del crimen: la ciudad de Atget es ya la ciudad de los muertos. En el reportaje de esa muerte de piedra puede verse el grado cero de toda una tradición de fotografía urbana –Berenice Abott, Margaret Bourke-White, el grupo de la Farm Security Administration– pero más aún late en él como anticipación las imágenes de la ciudad expuesta al fuego. Rheims, Amiens, Guernika, Colonia, Hiroshima dañadas, perdidas, arrasadas.


domingo, 26 de abril de 2009

Encuentros,


MIEDO. Fue durante el período que siguió a los disturbios de HARLEM... la tienda había sido saqueada, por lo que el dueño la cerró... algunos niños se escabulleron en su interior buscando cigarrillos... golosinas, etc... alguien en la casa oyó el ruido y llamó a la poli... la foto muestra a uno de los muchachos saliendo de la tienda por la puerta entablada... un detective está esperándole fuera... nótese el miedo en la cara del chico...

lunes, 20 de abril de 2009

Go, Johnny, go!

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Cuando el viejo Big Johnny Humbler daba con uno de aquellos ritmos también su vida iba a dar en él. Tanto es así que no sólo su forma de caminar se veía prendida en aquel ritmo, también se comprometían con él el círculo con que removía las albóndigas precocinadas en aquella sartén, la ondulación de sus ojos ante el periódico e incluso el balanceo de sus dedos en la piel de Dakota. Todo ocurría de tal modo que, si alguien hubiese seguido a Big Johnny Humbler durante el día en que encontró uno de aquellos ritmos, al llegar el momento de la actuación bien podía dar por ya conocido el fondo de la cuestión a excepción, claro, del atuendo sonoro con que se presentaba.


domingo, 19 de abril de 2009

El inquietante caso de Anton Räderscheidt,

"En pocas palabras, se había salvado sólo la mitad, la derecha,
que por otra parte estaba perfectamente conservada, sin ningún rasguño,
exceptuando aquel enorme desgarrón que lo había separado
de la parte izquierda saltada en pedazos.
(...) Ahora estaba vivo y demediado."

Italo Calvino, El Vizconde Demediado


Pocos conocen hoy el nombre de Anton Räderscheidt: algunos historiadores del arte, algún especialista en oftalmología o neurología, tal vez algún estudioso de la obra de August Sander. A los habituales de este sitio tal vez les suene, aunque sólo sea de vista, porque Anton Räderscheidt es el mismo caballero tocado con bombín que acompaña y custodia en pie el título del blog. Una biografía adecuada al perfil del hombre –y esta nota, aviso, no va a serlo–, debería mencionar su participación en los movimientos culturales de la Alemania de entreguerras, en las tendencias constructivistas, en la cofundación del grupo Stupid, y su lugar en la Neue Sachlichkeit, en las listas del nacionalsocialista arte degenerado o en la formación del Magischer Realismus. Seguiría sus pasos desde Colonia hasta Roma, Nápoles, París y hasta el instante en que finalmente esquiva la deportación a los campos. Esta nota no se extenderá en todo eso porque, en cambio, se centrará en un momento último, en una última prueba.

A consecuencia de un derrame cerebral sufrido en 1967, Anton Räderscheidt padecerá graves trastornos de la percepción visual: problemas de orientación espacial y una severa prosopagnosia o incapacidad en el reconocimiento de rostros, incluso de los más familiares, incluso del rostro propio. En los tres años que separan este accidente de su defunción, Räderscheidt se embarca en una titánica lucha de recuperación de su identidad lesionada. Del periodo comprendido entre 1967 y 1970 se conservan más de sesenta autorretratos en los que se consigue primero la mitad derecha del rostro y sólo atisbos crecientemente definidos de la mitad izquierda. En una nota de su diario se puede leer:

"Utilizando toda mi fuerza de voluntad, pretendo forzar a mis ojos para ver bien de nuevo. (...) Un ataque me ha sacado de la escena de la vida; entre bastidores la obra continúa conmigo. Ya no soy el director de la obra. Tengo que llevar cuidado, no perder mi entrada en escena. Mis requisitos obedecen solamente a esta jugada."

Como si este hombre no pudiese llegar a la tumba resignándose mansamente a su condición demediada, como si el rostro propio debiese correr una suerte distinta a la de ese rostro perdido de lo humano. Algo en esta historia me recuerda a la apertura de El ocaso del pensamiento, de Émil Cioran: "Uno puede decir con toda tranquilidad que el universo no tiene ningún sentido. Nadie se enfadará. Pero si se afirma lo mismo de un sujeto cualquiera, éste protestará e incluso hará todo lo posible para que quien hizo esa afirmación no quede impune". Puedo discrepar respecto a la suposición de que esto sea algo que afecte a "un sujeto cualquiera", para muchos la cuestión del sentido no llega a plantearse y he ahí también un indicio de su colapso, pero asumo que hay algunos, hay algunos Anton Räderscheidt, para los que la situación de encontrarse fuera de escena supone una ocasión para incrementar la lucha y afirmar ciertos requisitos como afirma un animal sus dientes, hasta que la última hora se los lleve por delante –con el rostro íntegro, con el rostro partido.




viernes, 17 de abril de 2009

Ausencia,


«Fui a la fábrica de medias. La sirena significa que a las 5 un muchachito ya está frente a las máquinas y se queda ahí, de pie, hasta las 8. A las 8 toma un té y vuelve a quedarse de pie hasta las 12, a la 1 vuelve a las máquinas hasta las 4. A las 4 1/2 vuelve a su lugar hasta las 8. Y así cada día. Eso es lo que significan las sirenas que nosotros oímos desde la cama…» (Lev Tolstoi. Diarios)

«Cuando a las seis todo se detenía, te llevabas contigo el ruido en la cabeza; yo lo conservaba la noche entera, el ruido, y el olor a aceite también, como si me hubiesen puesto una nariz nueva, un cerebro nuevo para siempre.» (Louis-Ferdinand Céline. Viaje al fin de la noche)

«Me contrataron finalmente en un almacén de recambios de automóviles. Estaba en Flower Street, bajando por la Onceava calle. Vendían al detalle en la parte delantera y también se encargaban de ventas al por mayor a otros distribuidores y tiendas. Tuve que hacer el numerito para conseguir el empleo –les dije que me gustaba pensar en mi trabajo como mi segundo hogar. Eso les gustó.» (Charles Bukowski. Factotum)


domingo, 12 de abril de 2009

Pinturas de guerra,

"¿Qué significa todo esto? Que ha amanecido un Viernes Santo universal,
(...) que el calendario litúrgico se rompe y que Dios sigue muerto en la cruz el día de Pascua."


Hugo Ball, La huida del tiempo


Muerto el Cristo, continuamos.
Como decíamos: la máquina, la vergüenza ante la máquina, el ridículo ante la máquina, el buen gesto como síntoma de la rendición. Incluso el soldado, figura de la muerte del guerrero ante la mediación de la máquina bélica, sucumbe a esta rendición haciéndose retratar la jornada anterior a su partida hacia el frente. De signo opuesto a las pinturas de guerra, ese retrato contiene el augurio de una pérdida del rostro. Pérdida del rostro como fin de un determinado perfil biográfico –en el decir de Walter Benjamin, de la guerra contemporánea se vuelve con mucho que callar. Pérdida del rostro también en sentido literal, como mostraron las fotografías de soldados mutilados por las armas químicas en las trincheras de la guerra de 1914.

Un dibujo de Georg Grosz muestra a un Cristo en la cruz con el rostro cubierto por una máscara de gas. No sabemos qué hay detrás. No sabemos, en concreto, si el Cristo conserva su facción agónica o si también ha sido socavada. No sabemos si el hijo del hombre sigue, con o sin rostro, todavía vivo o ya muerto. Tal vez toda esta incertidumbre funcione como correlato de una certeza: la certeza de que, rendidos a la máquina, no habrá ya redención en el hombre, no la habrá en Cristo y no la habrá, desde luego, en la máquina. ¿Qué nos queda entonces?–Muerto el Cristo, continuamos.–¡Sálvese quien pueda!


viernes, 3 de abril de 2009

Malas caras,

"Lo que hace a los primeros fotógrafos tan incomparables es quizá esto:
que muestran la primera imagen del encuentro entre la máquina y el hombre."

Walter Benjamin, Libro de los Pasajes


Aún no tenían ojos y ya se habían llevado lo suyo. Neddy Ludd y sus muchachos se habían encarnizado en una orgía de hierros torcidos y lubricante derramado, de tornillos forzados y fuego, y mucho fuego. Pero tuvieron ojos. Tuvieron ojos y no pudieron más que abrirlos para ver señoras de salón en su fofa aristocracia, emperadores trasnochados y miradas rotas, frágiles, opacas, miradas harapientas y descalzas. No quedaba ya ni el más mínimo vestigio de las palancas de los chicos de Ned Ludd y en adelante no habría ya el miedo. Mucho antes de abrir la carne con ráfagas de acero habían conseguido algo mucho más comprometedor: habían obtenido de nosotros el arrepentimiento y la vergüenza. Mostración de la dentadura, animosidad en los ojos, cuidado del mejor perfil. Debió ser conmovedor observar cómo, con la única ayuda del fuego del magnesio, a las primeras malas caras, al rostro hierático, le sucedía toda la serie de torsiones que lograron el ridículo y la mueca. Conmovedor.