lunes, 29 de diciembre de 2008

Los invisibles,


Este sigue siendo su tiempo y, aunque finalmente nos acerquemos a la hora del colapso, es indudable que ellos siguen siendo los hijos de la época que ya no mereció tal nombre. Desde el siglo XIX la modificación del espacio público queda definitivamente marcada por el imperio del tráfico. Una densa costra asfáltica recubre la superficie de la tierra al tiempo que sobre estas tablas comienzan a fraguarse las dos identidades heroicas de la última modernidad: el conductor y el peatón. Desde ese momento comenzarán a proliferar las pequeñas hazañas cotidianas de carreras a través del pavimento y sorteando vehículos, las historias de batallas entre escuderías, la épica del piloto de descapotables en tiempos de paz y del conductor de ambulancias en tiempos de guerra. Cada revolución, motín o revuelta poseerá sus transportes en llamas, sus tranvías volcados formando parte y siendo las barricadas -como un guiño al barón Haussmann- y sus peatones por fin libres de circular por todo lo ancho y largo de las avenidas. Es una historia que ha sido magistralmente narrada por Marshall Berman en el muy recomendable Todo lo sólido se desvanece en el aire.
Pero esta épica ha perdido el rostro, y precisamente en el tiempo en que la dinámica de la visibilidad ha tenido su momento álgido de redundancia. El transeúnte comprendido en la multitud es atrapado bajo la figura de la marea humana, del flujo y la corriente, de la especie y lo indiferenciado. Simultáneamente, el incremento de la velocidad y la dotación de los vehículos convierte a sus pilotos en seres esquivos: se muestra la máquina desposeída del cuerpo. (A este orden de cosas pertenece la fábula del automóvil que recorre aterrador calles y carreteras en ausencia de una mano que lo conduzca.) El acondicionamiento de los habitáculos internos de los vehículos sugiere que el conductor debe encontrar en la máquina un espacio equiparable al espacio doméstico, tal vez incluso más, tal vez una sincronía como la que uno desearía tener con su propio cuerpo. Y con ello sucede como si el sujeto de la tendencia, el núcleo de la época que se conduce hasta la luz, en ese mismo movimiento se convirtiese en un ser opaco, inescrutable, es decir, indiferenciable. Tal vez es por eso que existe cierto escándalo en ser observado en los embotellamientos. Tal vez por eso el juego de los retrovisores esconde aún hoy la posibilidad de las miradas sorprendidas, como una suerte de juego entre Perseo y Medusa.


domingo, 21 de diciembre de 2008

Lógica del saneamiento,


Para nosotros pertenece ya al orden de lo trivial hacer mención del tráfico rodado en términos de circulación, congestión, fluidez, hablar de parques y jardines como de pulmones y referirnos a las grandes avenidas como si se tratase de arterias urbanas. Pero, aunque la imagen del cuerpo nunca haya estado desligada del pensamiento sobre las proporciones de la urbe, esta familia de metáforas, en particular, no sólo es de cuño muy reciente sino que, además, supuso un importante cambio en la comprensión y en los modos de acción sobre el tejido urbano.
Fue Richard Sennett quien, en su libro Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, elaboró toda una genealogía del modo por el cual tanto los urbanistas ilustrados como el barón Haussmann y sus muchachos -los "geómetras urbanos", en palabras del barón- heredaron los descubrimientos de William Harvey sobre la circulación sanguínea y los pusieron a trabajar bajo la forma de una técnica clínico-urbanística. De la aplicación de dichas técnicas, así como del entramado discursivo que proyectan sobre ellas tanto sus promotores como sus detractores, se puede derivar toda una lógica de la salubridad que se encarna en la aplicación táctica de los requisitos de un espacio geométrico sobre el tejido del espacio social orgánico.

"Nuevas arterias comunicarían el corazón de París con las estaciones, descongestionándolo. Otras participarían en el combate emprendido contra la miseria y la revolución; serían vías estratégicas, que perforarían los focos de epidemias, los centros de revuelta, permitiendo, con la entrada de un aire vivificante, la llegada de la fuerza armada, enlazando, como la calle de Turbigo, el gobierno con los cuarteles y, como el bulevar du Prince-Eugène, los cuarteles con los arrabales."

George Laronze, El barón Haussmann, París, 1932 (en Walter Benjamin, Libro de los pasajes)

Tal vez sea en la voz de Le Corbussier, el insigne sucesor de aquellos geómetras urbanos, donde mejor se lea el par que forman la vocación por el saneamiento y el amor por la línea recta:

"El barón Haussmann hizo en París los más anchos boquetes, las sangrías más descarnadas. Parecía que París no podría soportar la cirugía de Haussmann. Ahora bien, ¿no vive actualmente París de lo que hiciera ese hombre temerario y valiente?"

Le Corbussier, Urbanismo

"El trabajo humano sólo existe bajo formas de rectas, verticales, horizontales, etc. Y es así como se trazan las ciudades y como se hacen las casas, bajo el reinado del ángulo recto."

Le Corbussier, El espíritu nuevo en arquitectura

De algún modo, la base para el elogio del barón es la misma concepción antropológica que hace de las formas geométricas el alma de la producción humana. No obstante, es difícil no sospechar de este esencialismo, no sentir cierto asco al observar que tras estas observaciones no hay sino un entramado de tácticas para reconducir el papel del cuerpo en el espacio social. El trazado rectilíneo y el esquema reticular ha favorecido la circulación, ha hecho posible la rápida distribución de hombres y mercancías, ha permitido el incremento de la especialización funcional de las áreas metropolitanas, pero también ha embotado nuestros cuerpos. Nada tapona las arterias, nada se coagula en las calles, no hay lugar para la tos y, entonces, no hay sitio tampoco para la diferencia, para el salto, para el tropiezo. La ciudad ya no nos sale al paso. "Nos hemos vuelto muy pobres en experiencias de umbral", diría Benjamin en el Libro de las pasajes. Tras esta pobreza, tras la lógica del saneamiento en el barón Haussmann y tras las tácticas del cartabón y la escuadra, como un murmullo, lo que comienza a escucharse es la agonía en los campos:

"De la niebla emergió el recinto del campo: filas de alambradas tendidas entre postes de hormigón armado. Los barracones alineados formaban calles largas y rectilíneas. Aquella uniformidad expresaba el carácter inhumano del enorme campo.
Entre millones de isbas rusas no hay ni habrá nunca dos exactamente iguales. Todo lo que vive es irrepetible. Es inconcebible que dos seres humanos, dos arbustos de rosas silvestres sean idénticos... La vida se extingue allí donde existe el empeño de borrar las diferencias y las particularidades por la vía de la violencia."

Vasili Grossman, Vida y destino


lunes, 15 de diciembre de 2008

Los demonios,

"La tierra era algo caótico y vacío, y tinieblas cubrían la superficie del abismo."
Gn 1,2

"La niebla cubría la tierra."
Vasili Grossman, Vida y destino

En una concepción sacralizada del espacio, concepción que, al menos en parte, sigue siendo la nuestra, la categorización topológica tiende a distribuirse según pares conceptuales que funcionan como correlato de la distinción entre lo sagrado y lo profano. Así, los lugares quedan recogidos en el espacio del adentro o del afuera, son habitables o inhóspitos, pertenecen a lo claro e iluminado o a lo oscuro y tenebroso.
En la cosmología del pueblo de Israel hay demonios y sátiros habitando los desiertos como otro modo de señalar que la extensión del desierto es inabarcable, y entonces inhóspita, y la profundidad de su noche absoluta, insondable, es decir, invivible. Toda forma de adentrarse en el espacio desértico se produce bajo la forma de la condena o la prueba.
El paso en la dirección de lo humano, la interrupción de lo inhabitable, queda marcada por el umbral. No es sorprendente descubrir que este signo de la diferencia toma su nombre de la claridad que emana de un hogar, de la luminosidad que acoge al hombre en lo vivible -umbral, lumbral, liminaris, lumen. Y lo esencial aquí no es tanto observar el papel fundacional del umbral como dar alcance a la dinámica que introduce en nuestra forma de darnos un lugar humano en que habitar. Lo esencial es, entonces, atender al hecho de que la actividad propia del darse un hábitat es la que se produce en la reinscripción del umbral, en su proliferación. La multiplicación de las diferencias ha funcionado como centro de la génesis de un espacio social orgánico. En ello, el desierto y sus demonios quedaron progresivamente más y más lejos.


jueves, 11 de diciembre de 2008

Edimburgo fue una invitación, 2/2



Dos pasos al frente y cogí la barra de la puerta con firmeza. Tiré ligeramente hacia mí pero no se abrió. El ruido hizo que algunos asistentes se giraran hacia la puerta. Rápidamente empujé con fuerza, orgulloso de mi astucia, de mi resolución, casi de mi hombría. Y al instante vino ese sonido atravesándome el cerebro: PLONK. ¡Demonios! La puerta de cristal estuvo a punto de dislocarse. Esta vez fueron todas las cabecitas las que se volvieron hacia mí. Veinte filas de asientos y la mesa de ponentes al completo: otra hazaña de Jan Kowalski. Mis logros parecían no tener fin. Deseé que mi abrigo se abriera accidentalmente y perder mis entrañas allí mismo para darles un final apoteósico, un "final Kowalski" lo llamarían. No sucedió.
Mi cabeza aún debía funcionar decentemente porque en milésimas de segundo empujé la puerta a un lado y se deslizó suavemente, acompañada por mi hondo suspiro. Me negaba a pensar que sólo me hubiera ocurrido a mí, pero en aquel momento sólo había un completo inútil en la sala, de pie, en la puerta, buscando desesperadamente una silla donde encogerse y desaparecer. Así que me senté en el primer asiento que vi libre y eso me situaba al lado de un chico joven. En seguida me llamó la atención su manera de vestir. Me miró desde detrás de sus lentes con aquellos ojillos minúsculos, como si yo fuese un extraño, pero lo único extraño emanaba de él. Era como si le faltara algo, el estilo, quizá, o la costumbre más bien. Me refiero a la costumbre de vestir como vestía. En realidad era fácil saber qué ocurría con aquel tipo. Era un aprendiz de académico, la clase de persona que piensa que la ropa que se compró hace diez años para la boda de su prima es adecuada para los eventos en los que su madre le dice que no puede vestir los tejanos azul claro de mariquita de los noventa. Entonces se presenta allí como salido de la cinta de VHS de la boda sureña de la prima Clarice pretendiendo desafiar el paso del tiempo haciendo como si no pasara nada. Pero sí que pasa. Pasa que entre la sumisión a su madre y la devoción por tener un despacho en la universidad acaban por creer que lo admirable de la filosofía es llegar a ser, cueste lo que cueste, un profesor, y que para profesar filosofía lo realmente importante es parecer un profesor. Porque así es como se consiguen los tres puntos de conducta en el tribunal de oposición y una bolsa de caramelos en la cena de Acción de Gracias. La vida es adorable, ¿no? Podrían haberse dedicado a admirar la vida filosófica sin más y no la académica y entonces, en las palabras de Thoreau, no pesaría la muerte cuando dice que «hoy en día hay profesores de filosofía, pero no filósofos. Sin embargo, es admirable profesarla porque una vez fue admirable vivirla».
Así que el cuadro estaba montado y yo me lo sabía de memoria: barba rala de progresista en su pálida cara, con esa papada luchando por salir a duras penas del primer botón de su abrochadita camisa azul turquesa una talla grande. Mamá le había dicho cómo ponérsela por dentro del pantalón para que no pareciera pasada de moda. Le había dicho que debía ponerse el reloj que le había regalado la tía Hermine para su comunión y también el cinturón marrón. ¿El cinturón también?
–Sí, hijo mío. Así irás muy elegante. Acuérdate de coger los zapatos.
–No me gustan esos zapatos. Parezco mayor y las chicas se ríen.
–Pero hijo, ¿no son esos los zapatos que el profesor Lamb dijo que eran muy elegantes?
–Tienes razón mamá. ¿Dónde están?
–Ya te los he metido en...
¡Coño! ¿Dónde estaban los zapatos? Me sorprendió la facilidad con la que mi mirada había pasado por alto sus pantalones color crema enfermizo y senil. Pero allí estaba, puesta en sus pies descalzos. Me dio por pensar que tal vez se los había quitado como inconscientemente, como si su cuerpo los rechazara en un acto de desobediencia a su madre y también al profesor Lamb. Tal vez pensara que la familiaridad en filosofía era eso o tal vez era algo habitual en su despachito del departamente porque nunca nadie entraba allí, lo que yo entendía como el éxito de ser académico en filosofía. Nada de eso importaba. Aunque sus pies hubieran olido a lirios frescos. Lo importante, aquí, era que iba descalzo aquí.
Los aplausos me hicieron volver de repente. Había acabado la sesión. La gente empezó a agruparse frente al profesor Elderidge que había sido el primer ponente y el encargado de inaugurar las conferencias. Detesto esos "apiñamientos". Todos esos hombrecillos desencaminados, vestidos por sus madres y mujeres, frotándose unos con otros, sonriendo a la grandilocuencia en lata de Elderidge y comentando, con dificultad, algo que habían estado preparando durante todo el tiempo que duró la conferencia en lugar de escuchar y leer lo que allí se estaba diciendo. Ahora el cuadro estaba completo. Eso era vivir la filosofía hoy, profesarla así, formando un remolino de profesores citándose los unos a los otros como queriendo encontrar allí la valía de sus palabras, como si la cita hubiera de prestarles la fuerza filosófica que les faltaba a sus voces, porque así habían conseguido un punto en el tribunal de oposición y el respeto de sus profesores más débiles. ¿Has visto, Cavell, cómo te leen? Me vinieron a la cabeza las palabras de Emerson, el hombre es apocado y se deshace en disculpas; ya no se mantiene erguido; no se atreve a decir "yo pienso", "yo existo", sino que cita algún santo o sabio...
Todo se detuvo y pensé en mi aspecto allí sentado, contemplando todas aquellas espaldas que eran una sola por arte y gracia del profesor Elderidge. Inmediatamente después pude sentir cómo el ánimo se me partía en dos. Estaba completamente fuera de lugar, fuera y confuso, fuera y desolado, fuera y expulsado, tal vez. Decidí dar media vuelta y marcharme. Tras la gran espalda sólo quedábamos sentados un hombre mayor y yo en toda la sala. Se levantó decidido a marcharse igual que yo. Lo reconocí. Era Stanley Cavell. No sabía que estaba allí. Lo vi pasar delante de mí dirigiéndose sereno hacia la puerta. Al cruzarse conmigo alzó la mano y ma saludó y por un momento me sentí en casa. "Así debe ser la filosofía", pensé, "sentirse en casa". Lo supe enseguida. De repente pude encontrar un tono a la filosofía ausente en muchas de mis lecturas y Wittgenstein recobró un tono en sus palabras que nunca antes supe escuchar. Era hermoso y vital. Así fue leer a Cavell. Una lectura en acto, al rojo vivo, indeleble y, por tanto, eterna, pero por ello, indecisa y, por tanto, ordinaria. Entonces ocurrió: PLONK. Me miró y le miré. No llamó la atención, simplemente deslizó la puerta y salió.


martes, 9 de diciembre de 2008

Edimburgo fue una invitación, 1/2



Al fin el autobús giró por Market street y se detuvo en el puente Waverly. Había decidido ir directamente del aeropuerto al Centro de Conferencias en el Point Hotel, sin pasar por la habitación que había alquilado en el otro extremo de la ciudad. Tenía que registrarme en el centro a las 9.00. Mi avión había aterrizado a las 9.00. En fin, la maleta no pesaba tanto y yo estaba animado. No tenía ni idea de la distancia que podía haber entre la estación y el hotel pero por algún destello genuino de estupidez supuse que el centro debía quedar cerca del edificio de la Universidad. Y el edificio de la Universidad... veamos... ¿dónde está?
–Aquí, señor– Hizo un circulito descuidado en el plano.
De las seis chicas de la oficina de información ella era como un ángel enfundado en aquel uniforme azul. Era increíble, una delicia. Pero le apestaba el aliento. Era algo terrible, algo como dislocado de aquella apariencia angelical. Era como una broma pesada. Claro que allí estaba yo y ella, al menos, era un ángel. Allí estaba yo, digo, sin asear desde las 4.00 de la madrugada, con la camiseta pegada a mi espalda debajo del abrigo y sin haber pegado bocado desde la noche anterior. Todavía la recuerdo. Ella era un ángel...
Salí de allí y empecé a andar por las anchas calles, empinadas calles, limpias calles. Ahora sí pesaba mi maleta. Hacía frío. El calor estaba debajo de mi abrigo. Tenía la sensación de que no había otro pellejo que mi abrigo, que él era lo único que me separaba de mis pulmones y mis entrañas y mis tripas calientes. El calor estaba debajo de mi abrigo, en mi espalda, en mis sobacos. Mi cara estaba fría y mis manos y mis pies. Pero yo seguí andando porque tenía que llegar a la Universidad y porque nadie en esta ciudad se detenía ante el frío. Al cabo de unos largos minutos llegué al edificio de la Universidad. Se trataba de un edificio mugriento que daba a las cuatro calles de una manzana formando un gran patio interior, solemne, sobrio, lúgubre, desolado. Estaba desierto. Era precioso. Entré en una especie de sala de información que tenía un pequeño mostrador, con una mujer también pequeña, también solemne y también lúgubre:
–Disculpe –dije–. Vengo a las conferencias sobre Stanley Cavell y la crítica literaria.
–Pero señor, cuánto me temo que no ha venido usted al lugar indicado.
Mierda.
–¿Cómo dice señor?
–¿Dónde tengo que ir?
–Debe usted dirigirse al Point Hotel Conference Center en Bread St. Pero hay un largo camino hasta allí –contestó.
Me indicó el camino y dijo si quería un taxi. Yo le dije que quería disfrutar del paseo. Era ridículo. Algo en mi aspecto, todo, quizá, indicaba que necesitaba urgentemente un taxi, que era una manera amable de decir que necesitaba urgentemente ayuda. En aquel momento, sin embargo, sentí que debía tomar las medidas a estas calles nuevas, a estas distancias nuevas, a este espacio nuevo. Sentí que lo necesitaba y por eso debí decírselo a la mujer lúgubre. No lo hice. Le dije, sin más, que quería disfrutar del paseo, así que caminé por cobarde. Caminé por testarudo. Caminé de más. Caminé sin más.
Calculo que anduve alrededor de 30 minutos cuando divisé Bread St. Hacia la mitad de la calle, en la acera, había un cartel que indicaba la entrada al centro de conferencias del hotel. Entré a una recepción grande, con un mostrador grande y un tipo grande tras él. Al ver las tarjetas identificativas y las carpetas con el escudo de la Universidad de Edimburgo me acerqué, rendido pero triunfal. Dejé la maleta en el suelo y me desabroché el abrigo. Tuve miedo de que mis entrañas se precipitaran a la moqueta. Me aterró la idea de tener que pedir disculpas por las manchas de sangre en la moqueta. No sucedió.
–Soy Jan Kowalski, de España. Universidad de Valencia. –Buscó mi tarjeta.
–¡Ah, aquí está! Bienvenido señor Kowalski. Aquí tiene la documentación. A mi izquierda, al fondo, se encuentra la sala 1. Es aquella de las paredes de cristal. Y por aquella puerta, bajando las escaleras y a la derecha, junto a los aseos, tenemos la sala 2. ¿Entrará usted a las conferencias de la sala 1 o de la sala 2?
–Pues, hum... No lo sé. ¿Sala 1? –contesté.
Me dirigí allí. No tenía ninguna intención de bajar mi maleta por las escaleras y dejarla junto a unos aseos. Además eran las 10.45 y las conferencias habían comenzado hacía más de una hora. Eso me dejaba completamente fuera pero con un poco de tiempo y tranquilidad para echar un vistazo al programa de la jornada. Me acerqué a una mesa que había justo enfrente de la entrada de la sala 1 para sacar mi cartera de la maleta. En ella llevo siempre mis utensilios para tomar notas y pensé, de paso, en guardar en la maleta una carpeta que ma habían entregado con montones de publicidad de museos, restaurantes, autobuses, excursiones, una postal, un marca páginas, un descuento para el show de "La Catacumba del Terror" y otros textos así que no pude evitar sentir como una broma de mal gusto para los asistentes a un congreso sobre crítica literaria. En ese instante sentí cómo todos aquellos estúpidos trocitos de papel satinado se deslizaban de mis manos y los vi precipitarse al suelo como rendidos y mirándome como lo hace un suicida en su caída. Era como si se hubieran detenido en el aire para culparme. Fue un instante hermoso. Se desparramaron por el suelo haciendo un ruido seco, fuerte. No eran mis entrañas pero instintivamente caí de rodillas para evitar el desastre. No pude. Sentí como algunas cabecitas se giraban para mirarme tras los cristales de la sala 1. "Es aquella de las paredes de cristal". Definitivamente estaba fuera, arrodillado, humillado y como entregado a esos centenares de ojos censores. Estaba ya preparado para el ejecución. Sin la capucha sobre la cabeza pero arrodillado y humillado y, por eso, preparado. Me perdonaron la vida. No estoy seguro de que decidieran no ajusticiarme, los filósofos no son buenas personas por lo general. Simplemente ya lo habían hecho. Me levanté decidido a entrar. No era la primera vez que me ajusticiaban filosóficamente. No era para tanto.


jueves, 4 de diciembre de 2008

Georges Perec, autor de Un artista del trapecio


Perec nos la jugó: ahí quedan las pruebas. En el post del lunes, 16 de junio de 2008, titulado El trapecio, se citaba un texto que hacíamos pasar por parte de La vida instrucciones de uso: un texto hermoso, con la belleza de la levedad... En realidad dicho texto es, a su vez, una cita -y hacemos valer aquí un uso muy especial de la palabra "cita"- de un escrito de Kafka titulado Un artista del trapecio.
La evocación de aquel borgiano Pierre Menard, autor del Quijote sirve aquí para señalar dos modos distintos de digestión -vid. Vacaciones en Polonia, vol. 4: Literaturas antropófagas-, dos modos de in-corporar el texto de otro en el texto propio. Pierre Menard no quiere citar el Quijote sino escribir el Quijote, forzosamente reescribir entonces, pero con una reescritura que no cambie una palabra en el texto original que es, simultáneamente, origen y destino de la cuestión. Pierre Menard quiere reincorporar el Quijote al flujo del tiempo, de su tiempo, para hacer reverberar el sentido: de algún modo, lo que Menard desea es llevar a cabo un ready-made de la obra de Cervantes.
Perec, en cambio, ejecuta una verdadera deglución digestiva de Kafka. Al ingerir Un artista del trapecio, su palabra, a diferencia de la de Menard, no termina siendo la palabra de Un artista del trapecio. Puede seguir reconociéndose alguna marca y, en ello, se puede seguir viendo el fragmento como cita, pero los bordes son borrosos, como si el límite del texto incorporado se hundiese en la piel del propio texto de Perec. A diferencia del ready-made de Menard, lo que hay en Perec es un collage, pero un collage en el que las marcas de cola han sido disimuladas magistralmente. Cuando al terminar La vida instrucciones de uso nos topamos con el Post scriptum en el que Perec enumera los autores citados en el libro, uno no tiene más remedio que sorprenderse por el hecho de que Georges Perec se cuente entre los elementos de esta lista y, justo a continuación, indignarse por la presencia de todas aquellas citas que pasaron olímpicamente inadvertidas en la lectura. En ese momento, uno debe saber que Perec nos la jugó.


domingo, 30 de noviembre de 2008

Por una lectura callejera,

"¿De qué está privada la vida privada? Simplemente de vida, cruelmente ausente."
Guy Debord, Perspectivas de modificación de la vida cotidiana

Bouquiner. Hay en francés un verbo cuyo uso sirve, también, para designar la acción de salir a leer a los cafés, a los parques, a los bancos de las plazas. El lenguaje tiene preparada esa voz para alojar un cierto deseo de habitar el espacio, un deseo de llevar a lo público la costumbre, generalmente íntima, de la lectura. El deseo de habitar el espacio público como lector me recuerda aquel fragmento del Libro de los pasajes en el que Benjamin hacía aparecer la calle como el hogar de la multitud: los cafés son sus cocinas y sus comedores, los quioscos sus bibliotecas, los bancos sus sofás, sus sillones, sus camas. Lo que para mí se pone en marcha tanto en la imagen de Benjamin como en la sorpresa por la existencia de este verbo es la pregunta por la posibilidad aún de una vida privada no privada. No privada, en concreto, de vida, de vida con los otros.
Al espacio público muerto, marcado por la tendencia del espacio dado al movimiento, se le viene a añadir aquí la resistencia ofrecida por un espacio retomado para el ritual de la lectura, con el trasfondo de estancia que éste supone. Como estrategia de reocupación, la lectura callejera puede ser vista como un primer dispositivo, como una primera tentativa por la cual hacer sucumbir simultáneamente la privación que subyace al imperio de la intimidad y la atrofia del espacio sin cualidades de la ciudad-para-el-tráfico. Dispositivo, por cuanto en la reocupación del espacio público a través del gesto del lector se hace necesario cierto saber de la ciudad, cierta habilidad para encontrar el lugar, pero también cierto tipo de acción que convierta al espacio en el lugar apropiado para acoger la lectura. Primer dispositivo, porque no nos es dado olvidar que la figura del lector sigue perteneciendo preeminentemente a la esfera de la individualidad solitaria. Tal vez -y en este "tal vez" quiero ver la dirección del poner a prueba-, la lectura callejera pueda servir como forma de llamar a las puertas del hogar público. Las historias que sucedan de puertas adentro dependerán de cuántas y cuáles otras interrupciones nos quepa imaginar con los otros, para dejar de sufrir el espacio público como espacio reservado al mero tránsito.


miércoles, 26 de noviembre de 2008

Tu es le flâneur,

·

Culminado ya el tiempo de votación del concurso "Flâneurs en la blogosfera" y con el 100% de los votos escrutados, estos son los resultados definitivos.

Lista de emplazamientos según el orden de votos:

1. Pasaje de la Cultura, Santiago de Chile
2. Callejón del Beso, Guanajuato
3. Calle del Cornudo Oviedo, Santiago de Chile

Lista de flâneurs:

1. Sinclair
2. Dolores Garibay
3. Letras sobre Santiago

Ha sido todo un placer contar con la presencia y el empeño de todos los flâneurs aspirantes, y todo un orgullo hacer valer el espacio de este blog como zona de encuentro para todos los caminantes compulsivos de las ciudades del mundo. En breve contactaremos con el flâneur ganador -la flâneur, en este caso- para hacerle entrega de su galardón recién salido de imprenta.
Con esto, se da por concluido el concurso "Flâneurs en la blogosfera".

Que las calles os sean propicias.


jueves, 20 de noviembre de 2008

Una perversión me paraliza,


En El día que hablamos de James Thurber cuenta Bukowski que durante un tiempo se alojó en la morada de un gran poeta francés, del inmortal poeta francés con sus 25 centímetros de grandeza flácida, pero dispuesta, entre las piernas... Por aquel entonces su talento se atascaba en sus formas de verse arruinado ante el papel en blanco y en sus forzados paseos por Venice beach, forma eufemística de largarse del apartamento sin poder contemplar cómo el poeta ponía a trabajar aquel chisme monstruoso, en orgías silenciosas y discretas, con los chicos y chicas que venían -sobre todo chicos- a su pulcro hogar, atraídos por el descomunal genio del francés y también por sus poemas. Estaba dotado del genio y sabía cómo colocar una palabra tras otra y Bukowski sólo podía esforzarse por no derramar sus vómitos matutinos en el límpido suelo del baño, extensión del límpido suelo de su casa y, tal vez, de su límpida y detestable mente de poeta inmortal. Cuenta, también, que un día, en su ausencia, acudieron dos jóvenes a su puerta y se encontraron con el genio, literario o no (¿cuál era el del poeta?), de Bukowski:

«-¿André?- preguntó la chica
-No. Soy Hank. Charles. Bukowski
-¿Bromeas, verdad André?- preguntó la chica
-Sí. Soy una broma- contesté
Llovía un poco allí fuera. Ellos seguían bajo la lluvia
-Bueno, en fin, entrad, que llueve.
-¡Tú eres André! -dijo la zorra-. Te reconozco, esa cara de anciano...¡como de doscientos años!
-Bueno, bueno -dije-. Adelante. Soy André.»

Charles Bukowski. El día que hablamos de James Thurber, en Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones

Podría, como hice en mis primeras lecturas, continuar un poco más y abandonarme a la orgía salvaje e incómoda que sucede al texto. Pero estoy clavado aquí, tal vez por mi disposición a aceptar, sin remordimientos, que la broma de Bukowski se desvanece en la perversión de la chica (que me perdone Hank: la zorra). Porque estoy dispuesto a leer que esa actitud en esas cursivas es su manera de ocultar, tras la veneración literaria, sus ganas de follarse a o ser follada por (que me perdone André: cuidarse de o ser cuidada por) un poeta; acto que se presenta aquí como imagen metafórica de esperar algo a cambio de encumbrar una literatura, como si esperase que su veneración literaria se viera recompensada con aquel talento de 25 centímetros sin erección. Así entiendo ese modo de conocer o leer la literatura en su difracción de reconocer o interpretar a su autor de modo tan fuertemente dislocado y, por tanto, doloroso y, por continuado, obstinado y, por erróneo pero placentero, fundamentalmente perverso. Podría tantear una manera de seguir pero no puedo, ahora. Me quedo, pues, en esas cursivas, a la espera de encontrar mi manera de continuar leyendo. Aún no se lo he dicho a las "feísimas gaviotas"...


martes, 18 de noviembre de 2008

Chichones,


Hace algunos días, cenando con unos amigos:

-¿Dónde está el sacacorchos?
-El sacacorchos, sí, está... en fin, ya sabes... todas las casas son más o menos iguales.

Georges Perec concluye el prólogo de Especies de espacios con una frase que viene muy al caso. Dice: "Vivir es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse". Y, aunque el problema del sacacorchos sea trivial, parece que de algún modo nos recuerda que todo está dispuesto ya para que el tránsito entre los espacios sea de tal modo que uno no se vaya a llevar la sorpresa de un chichón: todas las casas son la misma casa, todos los sacacorchos el mismo sacacorchos, situado en un espacio funcional ordenado para que la vida no nos parta la cabeza.
Es difícil obviar el hecho de que la frase de Perec toma la perspectiva del niño. Son ellos quienes se hallan inminentemente expuestos al chichón precisamente porque no esperan habitar un espacio funcional ordenado, precisamente porque cada elemento está pendiente de adquirir un valor y en la voloración no computa en primer lugar el riesgo. El niño no anda buscando el sacacorchos sino lo que pueda haber en el cajón de arriba, que pasa por ser, además, el cajón de más difícil acceso. Desde nuestra perspectiva parece que lo que anda buscando es precisamente el golpe.
Nosotros, los temerosos, vamos "haciendo lo posible" para no golpearnos, aunque esto signifique vivir en un nicho. Limitamos el movimiento al mínimo necesario, al mínimo exigido por las cualidades predefinidas de un espacio calcificado y, a cambio, obtenemos rápidamente la recompensa: ¿el sacacorchos?, claro, está donde siempre, todas las casas son, en definitiva, más o menos la misma casa.


martes, 11 de noviembre de 2008

Se busca flâneur,

·

El plazo está cumplido. Ha llegado el momento, dos meses después de la presentación del concurso "Flâneurs en la blogosfera", de poner a prueba las candidaturas de los flâneurs aspirantes. Durante los próximos quince días -hasta el 25 de noviembre del presente año- en el margen derecho de este blog competirán los nombres de treinta y cuatro calles, callejones, caminos, pasajes y plazas con sus respectivas tonalidades y leyendas.

Por las cualidades cómico-poéticas de su nombre o por la leyenda que las acompaña, entran a concurso:

Callejón del Agua, Sevilla
Callejón del Aguacate y la leyenda de la monja aparecida, Ciudad de México
Callejón de la Amargura, Ciudad de México
Callejón del Beso y la leyenda de la amante ahorcada, Guanajuato
Calle-Se (Calle C)
Calle Cabeza del rey don Pedro y la leyenda del duelo de Pedro I el cruel, Sevilla
Calle Caliente, Ibagué
Calle del Caballito balancín [Rocking Horse Road], Christchurch
Calle de los Cambios, Valencia
Calle del Cartucho, Bogotá
Camino de la Casa del Ruido, Elx
Calle del Cornudo Oviedo y la leyenda del cornudo y su hermosa mujer, Santiago de Chile
Calle Corral del acabose, Sevilla
Pasaje de la Cultura, guarida de bandidos, Santiago de Chile
Calle Donde besé a Mimi, Bucarest
Plaza de la Duda [Plaça del Dubte], Barcelona
Calle Esclava del Señor, Sevilla
Calle de la Escopeta, Cali
Calle del Hombre de piedra, Sevilla
Carretera del León, Elx
Calle Nana de espinas, Sevilla
Calle del Niño perdido, Sevilla
Calle Noche de verano, Sevilla
Calle del Pecado mortal, Bogotá
Calle de la Perdiz y la leyenda de la Perdiz flâneur del barrio del Carmen, Valencia
Calle Pito, Málaga
Barrio de la Puñalá, Elx
Calle Quejío, Sevilla
Barrio de la Rata, Elx
Calle Relampaguito, Sevilla
Carrera Séptima, Bogotá
Calle de la Sirena [Mermaid Place], Christchurch
Calle de Tatavasco y la leyende de la mujer con rostro de perro, Ciudad de México
Callejón del Trancazo, Ciudad de México

El ansiado paseo con las damas y la fotografía-no-dedicada de Baudelaire aguardan al final de la calle al flâneur ganador. Que la blogosfera reparta suerte.


lunes, 10 de noviembre de 2008

Me enamoré de una cicatriz,


El 23 de junio de 1962 Bert Stern realizó una sesión fotográfica maratoniana con Marilyn Monroe de la que obtuvo más de 2.500 tomas de la actriz. Gran parte fueron censuradas por la propia revista que encargó el trabajo y, más tarde, fueron adjudicadas en subasta privada. Esto lo sabemos ahora que Stern ha hecho públicas centenares de estas tomas en un libro titulado Marilyn Monroe. The last sitting, editado en España bajo el título Marilyn Monroe. La última sesión (Electa, 2007)

Esta manera de hacer público algo en su día censurado y privado me sugiere que Stern está saldando alguna cuenta pendiente con su trabajo fotográfico sobre Marilyn Monroe, sugerencia que yo he entendido como una especie de redención fotográfica, trabajo de revelar una imagen de la actriz que se mantuvo oculta -trabajo eminentemente fotográfico dicho sea de paso- tal vez por haber desarrollado alguna exigencia en su modo de fotografiar a Marilyn que con el tiempo se convirtió en remordimiento. Stern nos cuenta sus impresiones:

«Marilyn no se dejaba inmovilizar. Era inútil esperar una imagen de ella (...) Marilyn era un fantasma. Si se inmoviliza, aunque sólo sea un instante, su belleza se desvanecerá. Fotografiarla es como fotografiar la propia luz.

Toda nuestra atención se concentra en las tomas. Bebemos champán. Es difícil, muy difícil, porque ella no está quieta ni un momento. Mariposea. Es un fuego fatuo, tan inasible como el pensamiento, tan vivo como la luz que acaricia su cuerpo. Es una ilusión.»

Creo que las declaraciones de Stern son acertadas, sobre todo porque soy capaz de leer en sus palabras lo mismo que en sus fotografías, esto es, su experiencia de verse rendido ante una imagen, algo que asumo como su capacidad para hacer de una persona un icono, lo que se modula en su exigencia fotográfica de retratar a un icono (cinematográfico), que en aquel momento se tradujo en su exigencia de retratar a una Marilyn inquieta, ilusoria, luminosa y dinámica, predicados cinematográficos que, dicho sea de paso, a aquella Marilyn en su apogeo final no le costó mucho satisfacer. Era "una ilusión"; era el cine fotografiado en las formas de posar aquella mujer ante la cámara de Stern.

Una de las tomas muestra a una bellísima Marilyn posando de frente y desnuda, sujetando unos tules vaporosos sobre sus senos (vaporosos también) para ocultarlos a nuestra vista, previamente excitada por una luz blanca y cegadora y, yo diría, celestial. Casi una eternidad más abajo, exactamente lo que tarda uno en abandonar esa sugerente imagen de las telas, eternidad pintada de rosa por el propio Stern, nuestra mirada tropieza con una gruesa cicatriz en el abdomen de la musa, resultado de una reciente operación de extracción de la vesícula biliar. Y uno siente, mirando esa magnífica toma, que aquel cordón de carne cosida es la humanidad, o mejor, una manera de compartir la condición humana. También una manera de recuperar Marilyn esa condición, lo que entiendo como el aspecto pasivo de la redención fotográfica de Stern, es decir, nuestra tarea de redimir al mito en el modo de permitir el deslizamiento de nuestra perspectiva -como espectador, claro- desde el morbo del asesinato iconográfico a la paz en nuestro alivio quirúrgico. Aspecto que se completa con el aspecto activo de la redención, la manera de incorporar (dar un cuerpo) la cicatriz en la fotografía como mostrando la textura de un personaje que Marilyn no tenía que interpretar ante la cámara; faceta de la actriz nunca vista cuando era, ella, el cine ante la cámara, a saber, lo que Norma Jean era en Marilyn Monroe, lo humano mismo del celuloide, o mejor, lo humano mismo obrando arte.


domingo, 9 de noviembre de 2008

Canallas ejemplares, Lacenaire


Pierre François Lacenaire: (Francheville, Rhône, 20 de diciembre de 1800 - París, 9 de enero de 1836), poeta romántico, orador, articulista, estafador, asesino e insigne inaugurador de la metafísica del crimen -en palabras de la prensa de la época.

Pocos asesinos han dejado una estela tan amplia en el mundo de las letras, especialmente entre aquellos enfants terribles que pretendieron una escritura firmemente asida a lo salvaje en la palabra. Su amplia influencia en Lautréamont, su aparición en la Antología del humor negro de André Breton o la recurrente cita por parte de Guy Debord de la frase de Lacenaire en la película de Marcel Carné -"Hace falta todo tipo de gente para construir un mundo... o para destruirlo"-, muestra hasta qué punto la estetización del crimen, como deriva cultural encabezada por Lacenaire, llega a formar parte de la cultura de la vanguardia literaria desde el final del siglo XIX.

La incidencia de unas sintomáticas nupcias entre el crimen y la literatura no es sólo una lectura retrospectiva. La prensa de la época comienza a insinuar la posibilidad de que una misma raíz maligna estuviese nutriendo al satanismo romántico y al crimen estetizado:

"Es cierto que la literatura frenética, en nuestros días, ha llegado lejos en el desenfreno de las concepciones satánicas, pero no ha ido más allá del tipo infernal juzgado estos días en los tribunales del Sena. ¿Se dirá que ha nacido un solo monstruo de la influencia de las letras de nuestra época? ¿O bien estas letras no han sido más que la monografía de una raza inmunda que ha brotado de repente en el álito de los funestos días que estamos viviendo?"

Diario de Rouen y del departamento de Seine-Inférieure, domingo 15 de noviembre de 1835. "Audiencia de Calvados. Lacenaire y Rivière", en Michel Foucault, Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, mi hermana y mi hermano...

Pero este viraje del mundo del crimen, por el cual se sitúa en los aledaños del arte -el libro de Thomas de Quincey, El asesinato considerado como una de las Bellas artes es sólo trece años posterior al ajusticiamiento de Lacenaire-, puede ser leído como correlato de un cambio mayor: por primera vez en la historia, el crimen está asumiendo en esta época formas burguesas de existencia, y lo novelesco del héroe no es sino uno de sus episodios. La imagen del crimen desde ahora ya no será la del pillaje, la sedición o el vandalismo, sino la del negocio.
En la crónica de los sucesos del caso Lacenaire, tal y como se expone en el extracto del tercer volumen de Causas célebres que presentamos al final de éste artículo, aquello que destaca si se deja a un lado toda la parafernalia lingüística sobre la naturaleza torcida del criminal o sobre la exigencia insatisfecha de la culpa y el arrepentimiento, es la continua consideración de la fría lógica del crímen como agravante. Los asesinatos de Lacenaire se ejecutan conforme a un plan y siguiendo una escrupulosa visión mercantil por la cual las muertes no son sino costes asumidos -y asumidos sin ninguna carga de valor- para la consecución de fines socialmente promovidos. En palabras de Foucault, con Lacenaire, "la burguesía se proporciona sus propios héroes criminales" -Microfísica del poder, "Entrevista sobre la prisión: el libro y su método". Y algo debió conmoverse en los corazones de la burguesía francesa cuando supieron que uno de sus muchachos había llevado los principios de su forma de gestionar el tiempo de vida hasta una nueva esfera: la de la jungla de los bajos fondos. Entre Lacenaire y Robinson Crusoe, en fin, tal vez sólo la vergüenza del buen cristiano.




lunes, 3 de noviembre de 2008

Máquinas de leer vivas,


En su investigación sobre el lenguaje en las Investigaciones Filosóficas, Wittgenstein ha llegado a un particular uso de "saber" (§148) cuya gramática está emparentada con "entender" (también "comprender") y "ser capaz de" (§150); gramática que muestra una línea de parentesco ajena a "conocer", significado habitual de "saber" en los usos de la filosofía moderna. Una manera de esclarecer este nuevo parentesco conduce a un examen de la palabra "leer" (§155-ss.). Y en un momento del mismo Wittgenstein dice:

«Pero en el caso de la máquina de leer viva, "leer" quería decir: reaccionar a signos escritos de tal y cual modo. Este concepto era por tanto enteramente independiente del de un mecanismo mental o de otro género.»

Ludwig Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, §157

Wittgenstein está haciendo referencia a un tipo peculiar de función de la palabra leer (funcionar como "máquina de leer") que utiliza como imagen para analizar nuestros modos de utilizar los criterios de certeza en este saber. Pero lo que aquí llama la atención es la manera como asumimos nuestra imagen funcionando como máquinas. Y lo que aquí es interesante es la manera de ser benévolos con esa imagen en nuestras maneras de buscar la perfección en algún mecanismo -mental o de otro género-, o en nuestras maneras de evitar la imperfección utilizando un juego de lenguaje particular de la palabra "máquina" que prescinde de su comportamiento efectivo; olvido "de la posibilidad de que sus piezas se tuerzan, rompan, fundan, etc." (§193); omisión de nuestra torpeza al leer cuando filosofamos,

«¿Cuándo se piensa, pues: la máquina tiene ya en sí sus movimientos posibles de algún modo misterioso? - Bien, cuando se filosofa. ¿Y qué nos induce a pensar eso? El modo en que hablamos de máquinas.»

Ibid. §194

Somos, al filosofar, como hombres primitivos aprendiendo a leer en otra lengua que la nuestra (sea cual sea nuestra lengua al filosofar), máquinas primitivas de leer, adiestrados en la lectura de signos a los cuales reaccionamos torpemente. Máquinas sin referencia a mecanismos, que es lo que yo he aprendido a entender como una acepción de "máquina viva" y lo que B.J. Turner aprendió a entender como acepción de "máquinas sin interruptor" (estoy pensando en el post Follando a máquina). Nos sentimos extraños con los textos en nuestras manos. No sabemos bien qué se puede hacer con los textos de otro en nuestras manos, y entonces, sin más, los leemos como máquinas. Lo que para mí quiere decir, también, que en nuestro proceso de reaccionar a la filosofía (como texto) de otro, leemos sin más, como parte de nuestra respuesta al adiestramiento. Nuestra torpeza se puede mostrar, por ejemplo, en nuestras formas de arreglar el texto en un alfabeto ad hoc que podamos leer, pero sobre todo, y ante todo, en nuestra manera de estar orgullosos de esa lectura y defenderla como obra filosófica, lo que acaba por convertirse en un tipo particular de filosofía como defensa de la torpeza.


domingo, 2 de noviembre de 2008

De su puño y letra,


En un mundo en el que las escritura manual ha alcanzado sus mínimos históricos, sorprende aún encontrar una expresión que, como ésta, cifre la autenticidad de las palabras en el hecho de haber sido empuñadas. Escribir-por-uno-mismo es entonces, según la imagen que proyecta la expresión, una suerte de lucha -aquí está implicado un puño, y no ya una mano que pinza el instrumento de escritura- en la que la resistencia de las palabras queda vencida. En ese vencimiento, quien empuña la letra debe poder reconocerse a sí mismo como artífice, al menos, del combate con el lenguaje.
La evocación de la fuerza en el puño lleva así el significado de la expresión a un espacio diferente al de la distinción entre una escritura manual y una escritura mecánica. Plantea la posibilidad de que una escritura auténtica sea aquella que se libra de la hipertrofia de la mano que escribe: una escritura anterior a toda la formación gestual que la escritura implica, una escritura como aquella de los niños, que hace rechinar las puntas de los rotuladores, una escritura, en fin, que parta lápices por la mitad y desgarre el papel que debía soportarla.
En la búsqueda de este grado salvaje de la escritura, uno se encuentra con todos aquellos que cultivaron primero sus puños en las mandíbulas y las cejas partidas o empuñaron el cuchillo antes que la letra. Forman el extraño club de los escritores pendencieros. Son los canallas ejemplares.


miércoles, 29 de octubre de 2008

Una voz sin género,




Alcanzados por una voz sin género. Una voz que oscila en el espacio de un reconocimiento resquebrajado: ¿hombre?, ¿mujer?... Con este alcance, también la sospecha de que si una falta del género explícito se manifiesta en estas voces, por el mismo motivo hay una variación de lo femenino o lo masculino actuando silenciosamente en nuestra propia voz, como un suelo inevitable para todas nuestras palabras dadas, como una suerte de hurto que pasase siempre desapercibido.
Para este caso se ha invocado frecuentemente la figura del andrógino, pero el andrógino es en su elemento religioso una figura de reconciliación, de reconciliación, además, entre los sexos, sea cual sea su número. Ante esta voz, ante la voz que suspende la lógica del reconocimiento, lo que hay en juego no es reconciliación sino guerra. Guerra contra todo cuanto en nuestra voz, en nuestra propia voz, hay de construcción anticipada del género y que, en aquello que nuestra voz vaya a decir, no podrá sino ser ratificado.


jueves, 23 de octubre de 2008

En negativo, literariamente


En el prólogo de Sombras sobre sombras, de Juan José Millás, nos econtramos formando parte de la intimidad de la máquina de fotografiar, habiendo sido absorbidos por el fundamento mismo de la fotografía:

«Imaginé el cuerpo de los ratones convertidos en pequeñas cámaras oscuras y comprendí que no otra cosa somos cada uno de nosotros: cámaras oscuras en las que penetran las imágenes del mundo, del mundo, atrapado a su vez en una cámara oscura mayor. El texto que acompaña a cada una de las fotos que se exponen a continuación no es más que un modo de tantear entre las sombras el sentido de los bultos de los que estamos rodeados.»

No hay luz aquí (ni en las cámaras oscuras que somos, ni en el prólogo) sino tan sólo una intrigante oscuridad que la recrea. La imagen en negativo se presenta como el recurso de la fotografía para evocar lo que queda oculto tras la propia imagen fotografiada. Recurso literario, además, por cuanto Millás hace a las fotografías narrar sus objetos evocados por medio de su propia ausencia de la "imagen positiva", instaurando así una "imagen negativa" que yo he leído, aquí, como su peculiar modo de obrar la literatura. De ese modo soy capaz de entender el juego entre las fotografías "mostrando la presencia de..." y la literatura como "narrando la ausencia de..."

Se trata, en definitiva, de literatura obrada en su forma de crear un vínculo que no permite la lectura sin la contemplación, lo que yo he aprendido a entender como un significado particular de completud en esta obra, algo que además me hizo pensar en la sugerencia, acompañada de una fuerte sensación que la respaldaba, de que mi lectura debía ser mi trabajo por completarme. ¿Pero de qué incompletud hablamos?

Tenemos la sensación de que ser parte de la intimidad de la máquina no es un paliativo de nuestras formas de buscar la intimidad de la propia máquina (pienso ahora en el post La fotografía fotografiada). Entonces estoy tentado a pensar -y ahora pensar se convierte en un modo de sucumbir a mis tentaciones- que hay algo en nuestra imagen que no estamos dispuestos a aceptar como íntimo de la fotografía. Tal vez porque sabemos que esa imagen es, en cierto modo, incompleta. Entonces la literatura de Millás se revela aquí -negativamente, claro- como algo íntimamente nuestro, como una manera literaria de completar nuestra intimidad.


miércoles, 22 de octubre de 2008

Balzac situacionista,

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Ferragus es un libro de lectura obligatoria bajo la condición de que uno sea amante de la literatura folletinesca. En sus páginas se reúnen todos los tópicos del género: intrigas, giros fortuitos, dramas exacerbados, personajes que mueren de tristeza, duelos al amanecer, amores metafísicos. No obstante, la agobiante levedad de la trama queda redimida en tres o cuatro párrafos en los que Balzac presenta, como tal vez no se había hecho hasta el momento, la geografía parisina como un tejido emocional, como un monstruo compuesto por nódulos formados de la determinación recíproca entre espacios urbanos y estados psíquicos. A la luz de frases como la que sigue, uno advierte que el caldo de cultivo tanto de la flâneurie como de la aproximación psicogeográfica al espacio urbano venía ya gestándose:

"Las calles de París tienen cualidades humanas, y nos infunden con su fisonomía ciertas ideas contra las que no tenemos defensa."

Honoré de Balzac, Ferragus

Desde la indefensión puede generarse la libertad. El conocimiento de la existencia, en palabras de Balzac, de calles deshonradas y asesinas, de calles charlatanas o de una tristeza nerviosa, permite a quien las frecuenta a voluntad el disfrute de "el más delicioso de los monstruos" (Ibíd.). Por su parte, la deriva, como procedimiento preeminente del estudio psicogeográfico cuenta con el conocimiento de dicha indefensión en dos niveles simultáneos: (1) sucumbimos a las cualidades humanas del espacio aparecidas azarosamente pero (2) podemos modularlas libremente, puesto que dominamos algunas de sus variables. De este modo, pasa por ser tan importante el aspecto lúdico del verse sometido a tensiones psicogeográficas sucesivas a lo largo de la deriva, como la componente constructiva por la que se entra al juego contando con los factores que intervienen en este verse sometido.
Tal vez, la forma más sencilla de explicitar el espacio común de aquellos que, según Balzac, "degustan su París" y de aquellos que se entregan a la observación psicogeográfica, sea la referencia a la idea de territorio. Todos los juegos de lenguaje implícitos en dicha idea -dominar un territorio, explorar un territorio, defender un territorio...-, presuponen ese fondo de pertenencia a un espacio sobre el que se actúa, que marcan el límite entre un espacio indiferenciado, aséptico, y un espacio con rostro. Tanto el hombre de Balzac como el situacionista tienen algo de ese ansia por el encuentro que hace de la ciudad un territorio de las posibilidades incógnitas de lo humano.


martes, 21 de octubre de 2008

Desde nada (ex nihilo),


Centellea una voz en el silencio. Oigo los crujidos de la oscuridad resquebrajándose. Ahora puedo sentir, en mi rostro, el aire frío y puro que penetra por las grietas abiertas en esta perpetua ceguera. Consigo aspirar una gran bocanada de aire helado, y noto cómo una vieja costra se desprende de mis pulmones, ahora calientes. Casi al instante mi interior se torna incandescente con un estallido súbito y brillante. Y entonces ocurre: un gran latido rojo y furioso. Tomo aliento y grito con todas mis fuerzas:


¡QUÉ OSCURO ES EL ESTIÉRCOL! ¡QUÉ HERMOSA ES LA MIERDA!




lunes, 20 de octubre de 2008

Siempre en Polonia,

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A los amigos de la carne humana: el último bistec está servido. Tras el imprescindible Suicidios y literaturas, vuelve Vacaciones en Polonia con el suculento número 4: Literaturas antropófagas. Las infinitas formas materiales y figuradas de la deglución de lo humano -canibalismo, alterfagia, autofagia...- recogidas en un volumen, como viene siendo costumbre, ejemplarmente editado.




jueves, 16 de octubre de 2008

The lost Lost Generation,


La sombra de los grandes hombres es alargada, tanto que en ocasiones cubre no sólo la necedad sino también la discreta genialidad de sus contemporáneos. Las genialidades resultan ser especialmente discretas si se encarnan en una mujer.
La Generación perdida -Lost Generation-, como etiqueta, aparece en un taller de reparaciones en el que Gertrude Stein había depositado su confianza para subsanar los problemas en el contacto de su Ford T. Ernest Hemingway, quien popularizaría la expresión al incluirla en el epígrafe de su primera novela, The Sun Also Rises -Fiesta, en la edición castellana-, explica la anécdota que le dió origen en el libro que recoje sus recuerdos de aquellos años, A Moveable Feast -París era una fiesta:

"Tuvo pegas con el contacto del viejo Ford T que entonces guiaba, y un empleado del garaje, un joven que había servido en el último año de la guerra, no puso demasiado empeño en reparar el Ford de Miss Stein, o tal vez simplemente le hizo esperar su turno después de otros vehículos. El caso es que se decidió que el joven no era sérieux, y que el patron del garaje le había reñido severamente de resultas de la queja de Miss Stein. Una cosa que el patron dijo fue: «Todos vosotros sois une génération perdue
-Eso es lo que son ustedes. Todos ustedes son eso -dijo Miss Stein-. Todos los jóvenes que sirvieron en la guerra. Son una generación perdida."

Ernest Hemingway, París era una fiesta

Poco después, bajo el paraguas de este afortunado nombre comienza a agruparse al círculo de escritores norteamericanos expatriados que se formaría en París tras la Primera Guerra Mundial. John Dos Passo, Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald, William Faulkner, Ezra Pound o John Steinbeck se cuentan como miembros indiscutibles del grupo en prácticamente todas las listas. Pero, ¿quién es Gertrude Stein? Podemos resolvernos en la tautología de afirmar que esta Gertrude Stein es la misma Miss Stein cuyo Ford T facilitó el nombre a una generación de escritores.
Lo triste de la cuestión es que, en el mejor de los casos, la historia de las mujeres que participaron en aquel movimiento cultural se resuelve en este tipo de afirmaciones derivadas de los escritos autobiográficos de sus compañeros de fatiga. Eso, en el mejor de los casos. Esta situación que comparten nombres como el de Gertrude Stein o el de Sylvia Beach se niega, en cambio, a otros no menos reconocibles: ¿quién es Djuna Barnes?, ¿quién es Solita Solano?, ¿quién recuerda a Jane Heap o a H.D. -Hilda Doolittle-? No es extraño que Djuna Barnes se autocalificase como "la escritora desconocida más famosa del mundo", pues hubo una generación que se perdía al paso de la Generación perdida.


domingo, 12 de octubre de 2008

La fotografía fotografiada,




Mikhail Kaufman con su cámara al hombro, un soldado tomando una instantánea de su novia en las escaleras de la National Gallery of Art en Washington D.C., un turista fotografiando el paisaje desde la ventanilla del avión, Dorothea Lange documentando los más recónditos Estados Unidos, Robert Capa en la imagen tomada por su compañera Gerda Taro...

La fotografía se ha contado a sí misma y en dicho relato concurren tanto pioneros y profesionales destacados del medio como seres anónimos, usuarios de la cámara fotográfica como utensilio doméstico. En el cruce de planos de la fotografía fotografiada queda preso el conjunto de gestos que acompaña al uso de la máquina, las poses del observador mediado -las espaldas encorbadas, las actitudes de espera-, pero también los nuevos registros del viajero ya siempre turista y las nuevas vías de la memoria, ya siempre visual. En cambio, de toda la serie captan de forma especial mi antención las imágenes en las que se muestra la cámara fotográfica no sólo como un medio por el cual -por el cual se capturan imágenes, por el cual se convierten los hechos en memoria o se documentan acontecimientos- sino también como un medio en el que. El soldado que arregla el nudo de su corbata y repeina su cabello o el conjunto de escolares, instruidas por el fotógrafo sobre las exigencias de pose en las fotos de grupo, plantean el hecho de la máquina fotográfica como moduladora del espacio -espacio del cuerpo, espacio del grupo-, de un espacio en el que se debe dar satisfacción a los requisitos de la máquina. Es así como en la fotografía fotografiada no sólo accedemos a la intimidad de los usuarios de una máquina, accedemos además a la intimidad de la máquina misma.



jueves, 9 de octubre de 2008

El jodido Miller, 2/2


Una referencia al contexto del fragmento anterior bastaría para eludir -en parte- el golpe y, sin embargo, los términos del símil -rosas, estercoleros- vienen tan a propósito que uno no puede más que sucumbir a la tentación de ponerse a tiro, de pasar por el trance de revisar algún por qué. Entonces, ¿por qué seguir deseando rosas?
Para el narrador del Trópico de Cáncer la pregunta aparece a propósito del deseo, siempre presente en lo humano, de interponer una idea de salvación entre el "horror de la realidad" y la vivencia del mismo: si sufro los males del mundo, entonces me es lícito suponer que recibiré algún bien mayor a cambio. ¿Por qué querer seguir con eso? ¿Por qué seguir esperando el milagro?
Para nosotros la cosa cae de otro lado precisamente porque nuestras rosas del estercolero no son los Cristos o los Budas, y aun así parece que lo que hacemos es componer un panteón. Todo ese pelotón de los insomnes que se ha ido incorporando al margen derecho de este blog, ¿no es acaso un ejército de salvación? Ya no nos libramos del horror de la realidad cubriéndolo con la espera del milagro, pero nos separamos por medio de la satisfacción de haberlo reconocido, de poder, al menos, llegar a verlo para señalarlo. Y somos la única cultura que piensa en la confesión como atenuante, y no es extraño heredar ese rasgo también en nuestra relación con la crítica. ¿Por qué seguir deseando todo eso?
Una posibilidad que satisfará a pocos pero que, al menos, tiene el rigor de la honestidad, es la de pensar que lo que aquí se ha formado no es tanto un panteón como un pandemónium. Esa gran casa de los demonios que imaginó Milton ha llegado a significar también la algarabía, la confusión, el alboroto. Ante el horror de la realidad uno no puede más que sentirse confuso y reconocer que nosotros mismos y aquellos que nos acompañan en el recorrido somos poco más que ciegos conducidos por ciegos, demonios que se retuercen en el estercolero y que, en ocasiones, entre la agitación febril, forman algo parecido a una danza.


lunes, 6 de octubre de 2008

El jodido Miller, 1/2

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Con las palabras justas, casi como si fuese un lector habitual del blog, el jodido Miller nos pone en guardia: ¿por qué seguir con esto?

"Lo monstruoso no es que los hombres hayan creado rosas a partir de ese estercolero, sino que, por la razón que sea, deseen rosas..."

Henry Miller, Trópico de Cáncer

¿Es jaque mate?


domingo, 5 de octubre de 2008

La eternidad ayer,


Murió mi eternidad y estoy velándola.
César Vallejo, Poemas en prosa

Somos tiempo. Si hay un hecho incontrovertible es precisamente éste. Y no el tiempo -o no sólo el tiempo- que avanza segmentado en las esferas de los relojes, sino también el de los ritmos que fluyen desde nuestro cuerpo: el ciclo de uñas, barbas, sangre y piel. Somos tiempo, es decir, nos terminamos: están contados los latidos y las toilettes.
Pero en ese ser temporal que sigue implacable hacia su final hay también la huida del tiempo, los planes de fuga, los pronósticos de continuidad contra todo pronóstico. De entre todos los géneros de aspiración a la eternidad existen dos ligados íntimamente a la idea de obra que, o bien se cuentan entre las estrategias extintas o bien pasan por sus horas más bajas. De un lado, extinta la obra de santidad, ese hecho que se separa de los hechos del mundo, intrínsecamente diferente a la acción cotidiana por encarnar una manifestación en el mundo del alma inmortal. De otro lado, en su peor hora, la obra de arte.
La obra escrita -acoto el campo- fue durante un tiempo la llave de entrada a una inmortal república de las letras. En La galaxia Gutenberg, Marshall McLuhan consigna las palabras de Pierre Boaisteau quien, en su Theatrum Mundi, elogia las virtudes de la prensa de imprimir como máquina capaz de asegurar la inmortalidad:

"No puedo hallar nada igual o comparable, por su utilidad y dignidad, al maravilloso invento de la imprenta, que sobrepasa todo lo que la antigüedad concibió o imaginó en excelencia, sabiendo que conserva y guarda todas las concepciones de nuestro pensamiento, que es el tesoro que inmortaliza el monumento de nuestros espíritus, que eterniza el mundo para siempre y da a la luz los frutos de nuestros trabajos."

Todo aquel universo prometéico, que se caracterizó por un intento renovado en cada generación de conducir hasta la luz a los hijos del espíritu, es agua tan pasada como la del ideal de la santidad. La eternidad del genio de las letras a través de la máquina de imprimir revive la historia de Ícaro: el aparato tiene sus propias exigencias, los plazos son cada vez más cortos y lo que una vez fue el impulso hacia la inmortalidad pasa por ser ahora la clave del colapso.
¿Quién, escribiendo hoy, pretende crear una obra? En la era de lo digital la máquina genera espacios en los que la expresión es tan inmediata que debe contarse entre el murmullo común, entre eso que cae precisamente del lado contratrio a la obra. En este tiempo de enanos sigue valiendo aquel reproche que lanzó Mário de Sá-Carneiro: "¡No tener siquiera el genio de querer ser genio!"


martes, 23 de septiembre de 2008

Paraísos cotidianos,

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En el prólogo de Los conjurados escribe Borges:

"Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso."

Es una frase que muchos llevan en el bolsillo, atesorada como un respaldo para concebir que todo es susceptible de ser visto como hermoso. Esa mirada necesariamente positiva que banaliza el mundo no tiene, creo, nada que ver con Borges, y para quien vaya buscando eso hay libros de sobra. Queda claro en el drama que esconde lo que sigue al primer punto: poblamos el paraíso al menos un instante cada día y, entonces, somo expulsados una vez más al instante siguiente y el éxodo continúa. Pero irremediablemente ahí siguen los paraísos cotidianos y tan fácil resulta pensar esta salvación transitoria como una recompensa a la travesía, como ver en ella una broma macabra. Irremediablemente ahí siguen. Por suerte ahí siguen.




sábado, 20 de septiembre de 2008

Follando a máquina,



En algún lugar del Trópico de Cáncer, Van Norden y el narrador -la ficción autobiográfica del propio Henry Miller- se dirigen a la habitación del primero en compañía de una puta. La muchacha está llena de frío y hambre y el negocio, ya preparado, está a punto de desatar un juego de imágenes en el que la guerra, la máquina y el espejo se solapan sobre dos cuerpos que follan como llevados por un engraneje, como a piñón:

"Mientras veo a Van Norden zumbándosela, me parece que estoy viendo una máquina cuyos engranajes se han soltado. Si se los dejase así, podrían seguir de ese modo para siempre, crujiendo y soltándose, sin que ocurriera nunca nada. Hasta que una mano pare el motor."

Henry Miller, Trópico de Cáncer

Cuando la prostituta comienza con sus preámbulos ya aparece el cuerpo-máquina -"en la habitación se pone a hacer los preparativos maquinalmente [...], se pone en cuclillas sobre el bidet." (Ibíd.)-, pero en ello no hay sorpresa sino sólo la constatación del aspecto maquinal que todo oficio en cuanto técnica entraña. Lo que chirría de esos cuerpos follando a máquina es la falta de un interruptor, de una mano que, como la del mecánico, haga las veces de la pasión en este espectáculo sin término. Porque la pasión, ese hecho que el narrador identifica como límite, precisa un término, se conduce a él como el final que da sentido a la acción.

"No podría diferenciar ese fenómeno de la caída de la lluvia ni de la erupción de un volcán. Mientras falte esa chispa de pasión, la actuación carecerá de significado humano."

Henry Miller, Ibíd.

En todo esto ve poco quien ve un juicio sobre la profesión de la prostituta o sobre los Van Norden, que solicitan sus servicios de este modo. La falta de pasión -el quid- es mucho más visible en quien folla como llevado por pistones, pero existe igualmente en quien come a máquina, en quien piensa a máquina, en quien disfruta a máquina. Frente a todas estas formas de vida sin auténtico significado humano uno puede fácilmente comportarse -como el narrador hace- como un espectador ante el espectáculo, con la salvedad de que para ver cuerpos hechos máquina es preferible ver máquinas auténticas, pues "la máquina es mejor espectáculo" (Ibíd.).


miércoles, 10 de septiembre de 2008

Flâneurs en la blogosfera,

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Junto a los nombres de santos, próceres, generales y padres de las patrias, existen en algunas ciudades calles dedicadas a seres fantásticos, chistes, giros del lenguaje. Componen una especie de geografía emocional, un recuerdo de las pequeñas luchas, que se resiste a sucumbir a la almidonada lógica del homenaje y al racionalismo de las avenidas numeradas.
Walter Benjamin recuerda en el Libro de los pasajes, que en París existieron -o todavía existen- calles como la rue des Mauvais Garçons -calle de los chicos malos, que existe-, la rue Femme-sans-Tête -calle de la mujer sin cabeza, que existió- o la rue du Chat qui Pêche -calle del gato que pesca, que existe. De entre la banal construcción de lo cotidiano por parte del urbanismo, el situacionista Gilles Ivain destacaba, entre otros, el nombre de la rue Sauvage -calle salvaje, que existió y ya no existe más- como un "último estadio del humor y de la poesía" presente todavía en los carteles de las calles.

Desde Rosas entre la mierda proponemos el concurso "Flâneurs en la blogosfera" para todos aquellos amantes del vagar por calles insólitas.
1. El objetivo: Se tratará de consignar en los comentarios a este post los nombres de calles que, por sus cualidades cómico-poéticas, puedan destacarse de los que vienen empleándose al uso.
2. El premio: Como recompensa se ofrece un hermoso paseo en compañía de las damas que ilustran estas palabras y, tal vez, un retrato de Baudelaire sin dedicatoria.
3. El plazo: Hasta el 10 de noviembre del presente año 2008.

Buena suerte.


viernes, 5 de septiembre de 2008

Azar Dadá,


De entre todos los pasajes en que Dadá expone su peculiar amor por el aspecto lúdico del azar en la creación de textos, tal vez el más conocido sea aquel de Tristan Tzara en el que da las instrucciones "Para hacer un poema dadaísta":

"Coja un periódico.
Coja unas tijeras.
Escoja en el periódico un artículo de la longitud que quiera darle a su poema.
Recorte el artículo.
Recorte a continuación con cuidado cada una de las palabras que forman el artículo y métalas en una bolsa.
Agítela suavemente.
Ahora saque cada recorte uno tras otro.
Copie concienzudamente en el orden en que hayan salido de la bolsa.
El poema se parecerá a usted, y es usted un escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque incomprendida por el vulgo."

Tristan Tzara, "Dadá manifiesto sobre el amor débil y el amor amargo", en Siete manifiestos Dadá

En su Historia del dadaísmo, Hans Richter recuerda otra técnica consistente en lanzar contra el suelo o contra un papel una serie de palabras recortadas, para sentir lo grácil de la distribución casual en el espacio de las palabras convertidas, en una clara evocación al libro de Mallarmé, en dados lanzados al aire.

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A todos aquellos que han llegado a creer que "cortar" y "pegar" no son más que dos comandos -Ctrl+X y Ctrl+V, respectivamente-, no se les puede recomendar que prueben estas técnicas Dadá. En cambio, pueden pasarse por Wordle, donde podrán obtener sencillamente imágenes como la que encabeza este artículo y que, de algún modo remoto, parecen inspirarse en aquel recuerdo de Richter.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Gratis,

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"Shelly: [...] Tiene gracia, cuando no puedes pagarte algo todo resulta muy caro y, cuando puedes pagártelo, te lo regalan. Todo al revés, ¿no crees?"

Jim Jarmusch, Coffee and cigarettes


lunes, 1 de septiembre de 2008

Yo habitado,


La escritura de Mário de Sá-Carneiro se cuenta, sin duda, entre la de aquellos que -en palabras de Blanchot- "poco a poco reconocen que no pueden conocerse, sino únicamente transformarse y destruirse, y que prosiguen ese extraño combate en el que se sienten atraídos fuera de ellos mismos". El gran destello de esta forma, que se iría cuajando en el espacio abierto entre el "llega a ser el que eres" y el "conócete a ti mismo", se encuentra en el lema de Rimbaud, en aquel "Je est un autre" que abre las puertas a todos los rumbos perdidos. Porque de ese yo que ya no se sabe asir, de esa identidad sin lugar, no se puede esperar una arquitectura sino sólo tal vez una caracterización del tempo, y esto sólo como tentativa. Por eso la escritura de Mário de Sá-Carneiro tiene algo de ensayo. Por eso su proliferación de imágenes padece de una honda desesperación.

En su Libro de los pasajes, Walter Benjamin recoje una cita -no sabría ahora decir la fuente- en la que se dice "viajo para conocer mi propia geografía". Para un yo multiplicado, siempre sumergido en el proceso de llegar a ser otra cosa, la experiencia del viaje resulta paradigmáticamente reveladora, como una aceleración de la alteridad que dibuja un segundo espacio, un espacio interior tan vasto y desconocido como el espacio exterior. En El cielo en llamas, Sá-Carneiro tomas los dos tramos de esa forma de percibir el viaje.

"El movimiento... los viajes... [...]
Después de vagabundear durante algún tiempo, perdido, en otros países, olvido quién soy, casi, y no me lo hacen recordar ni la atmósfera ni el paisaje... ni las personas que me rodean... Y pienso si de verdad seré yo mismo; me convenzo de que no lo soy... Nunca pude creer que fuéramos absolutos: el medio que nos envuelve es también una parte de nosotros, suguramente. Así que tenemos que cambiar en el alma -y puede que también en el cuerpo, quien sabe- según el lugar en el que nos encontramos."

Mário de Sá-Carneiro, "La gran sombra", en El cielo en llamas

Pero si "el medio que nos envuelve es una parte de nosotros", no es aventurado pensar que nosotros mismos no seamos más que un medio diverso que se sigue a todas partes insistentemente, sin reposar en un lugar propio:

"París, 1908 - Octubre, 12
[...] Si yo fuera quien soy... ¡Qué triunfo!

[...] Noviembre, 15
¿Seré una nación? ¿Me habré convertido en un país?
Puede ser.
Lo cierto es que siento plazas dentro de mí.

Noviembre, 16
Me he convertido en una nación...
...Grandes carreteras desiertas... árboles, ríos, torres... puentes... muchos puentes...
No me puedo abarcar. Me sobro. Me agito dentro de mí."

Mário de Sá-Carneiro, "Yo mismo y el otro", El cielo en llamas

Y yo mismo, seguramente, debe estar esperándome, ya perdido, algunas calles más allá.


martes, 12 de agosto de 2008

Vacaciones, tal vez

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El verano licua las ideas, crispa las relaciones y cataliza los desenlaces trágicos. Para evitar lo peor de nosotros mismos nos hemos ido a la sombra a tomar un combinado. Mientras, hacemos acopio de material fresco y preparamos, tal vez, algo de Mário de Sá-Carneiro y el yo habitado.

Hasta septiembre se seguirán comentando comentarios y anotando anotaciones. Poco más.
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miércoles, 6 de agosto de 2008

Yo, ameba


Paseando por el Quai des Célestins, Horacio Oliveira -Oracio Holiveira- encuentra unas hojas secas llenas de algo que es y no es hojas secas -polvo de oro viejo, tierras profundas, aroma de musgo. Al llegar a casa las prende en la pantalla de una lámpara. En su visita, Ossip no advierte la novedad en la decoración. En cambio, la misma lámpara ante la visita de Etienne recibe sugerentes comentarios. Oliveira, hábil en sintetizar metafísicas de lo cotidiano, emprende el vuelo:

"Imagino al hombre como una ameba que tira seudópodos para alcanzar y envolver su alimento. Hay seudópodos largos y cortos, movimientos, rodeos. Un día esos se fijan (lo que llama la madurez, el hombre hecho y derecho). Por un lado alcanzan lejos, por otro no una lámpara a dos pasos. Y ya no hay nada que hacer, como dicen los reos, uno es favorito de esto o de aquello. En esa forma el tipo va viviendo bastante convencido de que no se le escapa nada interesante, hasta que un instantáneo corrimiento a un costado le muestra por un segundo, sin por desgracia darle tiempo a saber qué,
le muestra su parcelado ser, sus seudópodos irregulares,
la sospecha de que más allá, donde ahora ve el aire limpio,
o en esta indecisión, en la encrucijada de la opción,
yo mismo, en el resto de la realidad que ignoro
me estoy esperando inútilmente."

Julio Cortázar, Rayuela, 84

Y toda vez que se dice "así es la vida" o "no se puede hacer otra cosa" o "eso es así, y no hay más", algunos seudópodos se cristalizan dando una determinada cifra de nuestro malformado Yo. Algo del socrático "si más sé más ignoro" late en esta identidad de la ameba. Algo también de aquel Morelli que recordaba que:

"El mundo es una figura, hay que leerla. Por leerla entendamos generarla."

Julio Cortázar, Rayuela, 71

Entonces, con Morelli, al poner el mundo nos ponemos nosotros en él. Al leer, somos también leidos.