La zorra pintada y zalamera, con su minoría de edad tan rosada y dulce entre las piernas. Me ha visto. Sonríe socarrona y viene a por mí. Apenas puedo controlar la respiración y noto el corazón y el paquete a punto de estallar. Agarrándome por la entrepierna y por la billetera se abalanza sobre mí con su húmedo y eléctrico riff, pegajoso y repetido hasta el colapso, hasta el extremo, hasta el espasmo. Me estremezco y lanzo un grito ahogado al cielo oscuro y depravado de Los Ángeles.
Todo ha terminado y yo estoy sin blanca. Mañana volveré al callejón.
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