lunes, 29 de diciembre de 2008

Los invisibles,


Este sigue siendo su tiempo y, aunque finalmente nos acerquemos a la hora del colapso, es indudable que ellos siguen siendo los hijos de la época que ya no mereció tal nombre. Desde el siglo XIX la modificación del espacio público queda definitivamente marcada por el imperio del tráfico. Una densa costra asfáltica recubre la superficie de la tierra al tiempo que sobre estas tablas comienzan a fraguarse las dos identidades heroicas de la última modernidad: el conductor y el peatón. Desde ese momento comenzarán a proliferar las pequeñas hazañas cotidianas de carreras a través del pavimento y sorteando vehículos, las historias de batallas entre escuderías, la épica del piloto de descapotables en tiempos de paz y del conductor de ambulancias en tiempos de guerra. Cada revolución, motín o revuelta poseerá sus transportes en llamas, sus tranvías volcados formando parte y siendo las barricadas -como un guiño al barón Haussmann- y sus peatones por fin libres de circular por todo lo ancho y largo de las avenidas. Es una historia que ha sido magistralmente narrada por Marshall Berman en el muy recomendable Todo lo sólido se desvanece en el aire.
Pero esta épica ha perdido el rostro, y precisamente en el tiempo en que la dinámica de la visibilidad ha tenido su momento álgido de redundancia. El transeúnte comprendido en la multitud es atrapado bajo la figura de la marea humana, del flujo y la corriente, de la especie y lo indiferenciado. Simultáneamente, el incremento de la velocidad y la dotación de los vehículos convierte a sus pilotos en seres esquivos: se muestra la máquina desposeída del cuerpo. (A este orden de cosas pertenece la fábula del automóvil que recorre aterrador calles y carreteras en ausencia de una mano que lo conduzca.) El acondicionamiento de los habitáculos internos de los vehículos sugiere que el conductor debe encontrar en la máquina un espacio equiparable al espacio doméstico, tal vez incluso más, tal vez una sincronía como la que uno desearía tener con su propio cuerpo. Y con ello sucede como si el sujeto de la tendencia, el núcleo de la época que se conduce hasta la luz, en ese mismo movimiento se convirtiese en un ser opaco, inescrutable, es decir, indiferenciable. Tal vez es por eso que existe cierto escándalo en ser observado en los embotellamientos. Tal vez por eso el juego de los retrovisores esconde aún hoy la posibilidad de las miradas sorprendidas, como una suerte de juego entre Perseo y Medusa.


domingo, 21 de diciembre de 2008

Lógica del saneamiento,


Para nosotros pertenece ya al orden de lo trivial hacer mención del tráfico rodado en términos de circulación, congestión, fluidez, hablar de parques y jardines como de pulmones y referirnos a las grandes avenidas como si se tratase de arterias urbanas. Pero, aunque la imagen del cuerpo nunca haya estado desligada del pensamiento sobre las proporciones de la urbe, esta familia de metáforas, en particular, no sólo es de cuño muy reciente sino que, además, supuso un importante cambio en la comprensión y en los modos de acción sobre el tejido urbano.
Fue Richard Sennett quien, en su libro Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, elaboró toda una genealogía del modo por el cual tanto los urbanistas ilustrados como el barón Haussmann y sus muchachos -los "geómetras urbanos", en palabras del barón- heredaron los descubrimientos de William Harvey sobre la circulación sanguínea y los pusieron a trabajar bajo la forma de una técnica clínico-urbanística. De la aplicación de dichas técnicas, así como del entramado discursivo que proyectan sobre ellas tanto sus promotores como sus detractores, se puede derivar toda una lógica de la salubridad que se encarna en la aplicación táctica de los requisitos de un espacio geométrico sobre el tejido del espacio social orgánico.

"Nuevas arterias comunicarían el corazón de París con las estaciones, descongestionándolo. Otras participarían en el combate emprendido contra la miseria y la revolución; serían vías estratégicas, que perforarían los focos de epidemias, los centros de revuelta, permitiendo, con la entrada de un aire vivificante, la llegada de la fuerza armada, enlazando, como la calle de Turbigo, el gobierno con los cuarteles y, como el bulevar du Prince-Eugène, los cuarteles con los arrabales."

George Laronze, El barón Haussmann, París, 1932 (en Walter Benjamin, Libro de los pasajes)

Tal vez sea en la voz de Le Corbussier, el insigne sucesor de aquellos geómetras urbanos, donde mejor se lea el par que forman la vocación por el saneamiento y el amor por la línea recta:

"El barón Haussmann hizo en París los más anchos boquetes, las sangrías más descarnadas. Parecía que París no podría soportar la cirugía de Haussmann. Ahora bien, ¿no vive actualmente París de lo que hiciera ese hombre temerario y valiente?"

Le Corbussier, Urbanismo

"El trabajo humano sólo existe bajo formas de rectas, verticales, horizontales, etc. Y es así como se trazan las ciudades y como se hacen las casas, bajo el reinado del ángulo recto."

Le Corbussier, El espíritu nuevo en arquitectura

De algún modo, la base para el elogio del barón es la misma concepción antropológica que hace de las formas geométricas el alma de la producción humana. No obstante, es difícil no sospechar de este esencialismo, no sentir cierto asco al observar que tras estas observaciones no hay sino un entramado de tácticas para reconducir el papel del cuerpo en el espacio social. El trazado rectilíneo y el esquema reticular ha favorecido la circulación, ha hecho posible la rápida distribución de hombres y mercancías, ha permitido el incremento de la especialización funcional de las áreas metropolitanas, pero también ha embotado nuestros cuerpos. Nada tapona las arterias, nada se coagula en las calles, no hay lugar para la tos y, entonces, no hay sitio tampoco para la diferencia, para el salto, para el tropiezo. La ciudad ya no nos sale al paso. "Nos hemos vuelto muy pobres en experiencias de umbral", diría Benjamin en el Libro de las pasajes. Tras esta pobreza, tras la lógica del saneamiento en el barón Haussmann y tras las tácticas del cartabón y la escuadra, como un murmullo, lo que comienza a escucharse es la agonía en los campos:

"De la niebla emergió el recinto del campo: filas de alambradas tendidas entre postes de hormigón armado. Los barracones alineados formaban calles largas y rectilíneas. Aquella uniformidad expresaba el carácter inhumano del enorme campo.
Entre millones de isbas rusas no hay ni habrá nunca dos exactamente iguales. Todo lo que vive es irrepetible. Es inconcebible que dos seres humanos, dos arbustos de rosas silvestres sean idénticos... La vida se extingue allí donde existe el empeño de borrar las diferencias y las particularidades por la vía de la violencia."

Vasili Grossman, Vida y destino


lunes, 15 de diciembre de 2008

Los demonios,

"La tierra era algo caótico y vacío, y tinieblas cubrían la superficie del abismo."
Gn 1,2

"La niebla cubría la tierra."
Vasili Grossman, Vida y destino

En una concepción sacralizada del espacio, concepción que, al menos en parte, sigue siendo la nuestra, la categorización topológica tiende a distribuirse según pares conceptuales que funcionan como correlato de la distinción entre lo sagrado y lo profano. Así, los lugares quedan recogidos en el espacio del adentro o del afuera, son habitables o inhóspitos, pertenecen a lo claro e iluminado o a lo oscuro y tenebroso.
En la cosmología del pueblo de Israel hay demonios y sátiros habitando los desiertos como otro modo de señalar que la extensión del desierto es inabarcable, y entonces inhóspita, y la profundidad de su noche absoluta, insondable, es decir, invivible. Toda forma de adentrarse en el espacio desértico se produce bajo la forma de la condena o la prueba.
El paso en la dirección de lo humano, la interrupción de lo inhabitable, queda marcada por el umbral. No es sorprendente descubrir que este signo de la diferencia toma su nombre de la claridad que emana de un hogar, de la luminosidad que acoge al hombre en lo vivible -umbral, lumbral, liminaris, lumen. Y lo esencial aquí no es tanto observar el papel fundacional del umbral como dar alcance a la dinámica que introduce en nuestra forma de darnos un lugar humano en que habitar. Lo esencial es, entonces, atender al hecho de que la actividad propia del darse un hábitat es la que se produce en la reinscripción del umbral, en su proliferación. La multiplicación de las diferencias ha funcionado como centro de la génesis de un espacio social orgánico. En ello, el desierto y sus demonios quedaron progresivamente más y más lejos.


jueves, 11 de diciembre de 2008

Edimburgo fue una invitación, 2/2



Dos pasos al frente y cogí la barra de la puerta con firmeza. Tiré ligeramente hacia mí pero no se abrió. El ruido hizo que algunos asistentes se giraran hacia la puerta. Rápidamente empujé con fuerza, orgulloso de mi astucia, de mi resolución, casi de mi hombría. Y al instante vino ese sonido atravesándome el cerebro: PLONK. ¡Demonios! La puerta de cristal estuvo a punto de dislocarse. Esta vez fueron todas las cabecitas las que se volvieron hacia mí. Veinte filas de asientos y la mesa de ponentes al completo: otra hazaña de Jan Kowalski. Mis logros parecían no tener fin. Deseé que mi abrigo se abriera accidentalmente y perder mis entrañas allí mismo para darles un final apoteósico, un "final Kowalski" lo llamarían. No sucedió.
Mi cabeza aún debía funcionar decentemente porque en milésimas de segundo empujé la puerta a un lado y se deslizó suavemente, acompañada por mi hondo suspiro. Me negaba a pensar que sólo me hubiera ocurrido a mí, pero en aquel momento sólo había un completo inútil en la sala, de pie, en la puerta, buscando desesperadamente una silla donde encogerse y desaparecer. Así que me senté en el primer asiento que vi libre y eso me situaba al lado de un chico joven. En seguida me llamó la atención su manera de vestir. Me miró desde detrás de sus lentes con aquellos ojillos minúsculos, como si yo fuese un extraño, pero lo único extraño emanaba de él. Era como si le faltara algo, el estilo, quizá, o la costumbre más bien. Me refiero a la costumbre de vestir como vestía. En realidad era fácil saber qué ocurría con aquel tipo. Era un aprendiz de académico, la clase de persona que piensa que la ropa que se compró hace diez años para la boda de su prima es adecuada para los eventos en los que su madre le dice que no puede vestir los tejanos azul claro de mariquita de los noventa. Entonces se presenta allí como salido de la cinta de VHS de la boda sureña de la prima Clarice pretendiendo desafiar el paso del tiempo haciendo como si no pasara nada. Pero sí que pasa. Pasa que entre la sumisión a su madre y la devoción por tener un despacho en la universidad acaban por creer que lo admirable de la filosofía es llegar a ser, cueste lo que cueste, un profesor, y que para profesar filosofía lo realmente importante es parecer un profesor. Porque así es como se consiguen los tres puntos de conducta en el tribunal de oposición y una bolsa de caramelos en la cena de Acción de Gracias. La vida es adorable, ¿no? Podrían haberse dedicado a admirar la vida filosófica sin más y no la académica y entonces, en las palabras de Thoreau, no pesaría la muerte cuando dice que «hoy en día hay profesores de filosofía, pero no filósofos. Sin embargo, es admirable profesarla porque una vez fue admirable vivirla».
Así que el cuadro estaba montado y yo me lo sabía de memoria: barba rala de progresista en su pálida cara, con esa papada luchando por salir a duras penas del primer botón de su abrochadita camisa azul turquesa una talla grande. Mamá le había dicho cómo ponérsela por dentro del pantalón para que no pareciera pasada de moda. Le había dicho que debía ponerse el reloj que le había regalado la tía Hermine para su comunión y también el cinturón marrón. ¿El cinturón también?
–Sí, hijo mío. Así irás muy elegante. Acuérdate de coger los zapatos.
–No me gustan esos zapatos. Parezco mayor y las chicas se ríen.
–Pero hijo, ¿no son esos los zapatos que el profesor Lamb dijo que eran muy elegantes?
–Tienes razón mamá. ¿Dónde están?
–Ya te los he metido en...
¡Coño! ¿Dónde estaban los zapatos? Me sorprendió la facilidad con la que mi mirada había pasado por alto sus pantalones color crema enfermizo y senil. Pero allí estaba, puesta en sus pies descalzos. Me dio por pensar que tal vez se los había quitado como inconscientemente, como si su cuerpo los rechazara en un acto de desobediencia a su madre y también al profesor Lamb. Tal vez pensara que la familiaridad en filosofía era eso o tal vez era algo habitual en su despachito del departamente porque nunca nadie entraba allí, lo que yo entendía como el éxito de ser académico en filosofía. Nada de eso importaba. Aunque sus pies hubieran olido a lirios frescos. Lo importante, aquí, era que iba descalzo aquí.
Los aplausos me hicieron volver de repente. Había acabado la sesión. La gente empezó a agruparse frente al profesor Elderidge que había sido el primer ponente y el encargado de inaugurar las conferencias. Detesto esos "apiñamientos". Todos esos hombrecillos desencaminados, vestidos por sus madres y mujeres, frotándose unos con otros, sonriendo a la grandilocuencia en lata de Elderidge y comentando, con dificultad, algo que habían estado preparando durante todo el tiempo que duró la conferencia en lugar de escuchar y leer lo que allí se estaba diciendo. Ahora el cuadro estaba completo. Eso era vivir la filosofía hoy, profesarla así, formando un remolino de profesores citándose los unos a los otros como queriendo encontrar allí la valía de sus palabras, como si la cita hubiera de prestarles la fuerza filosófica que les faltaba a sus voces, porque así habían conseguido un punto en el tribunal de oposición y el respeto de sus profesores más débiles. ¿Has visto, Cavell, cómo te leen? Me vinieron a la cabeza las palabras de Emerson, el hombre es apocado y se deshace en disculpas; ya no se mantiene erguido; no se atreve a decir "yo pienso", "yo existo", sino que cita algún santo o sabio...
Todo se detuvo y pensé en mi aspecto allí sentado, contemplando todas aquellas espaldas que eran una sola por arte y gracia del profesor Elderidge. Inmediatamente después pude sentir cómo el ánimo se me partía en dos. Estaba completamente fuera de lugar, fuera y confuso, fuera y desolado, fuera y expulsado, tal vez. Decidí dar media vuelta y marcharme. Tras la gran espalda sólo quedábamos sentados un hombre mayor y yo en toda la sala. Se levantó decidido a marcharse igual que yo. Lo reconocí. Era Stanley Cavell. No sabía que estaba allí. Lo vi pasar delante de mí dirigiéndose sereno hacia la puerta. Al cruzarse conmigo alzó la mano y ma saludó y por un momento me sentí en casa. "Así debe ser la filosofía", pensé, "sentirse en casa". Lo supe enseguida. De repente pude encontrar un tono a la filosofía ausente en muchas de mis lecturas y Wittgenstein recobró un tono en sus palabras que nunca antes supe escuchar. Era hermoso y vital. Así fue leer a Cavell. Una lectura en acto, al rojo vivo, indeleble y, por tanto, eterna, pero por ello, indecisa y, por tanto, ordinaria. Entonces ocurrió: PLONK. Me miró y le miré. No llamó la atención, simplemente deslizó la puerta y salió.


martes, 9 de diciembre de 2008

Edimburgo fue una invitación, 1/2



Al fin el autobús giró por Market street y se detuvo en el puente Waverly. Había decidido ir directamente del aeropuerto al Centro de Conferencias en el Point Hotel, sin pasar por la habitación que había alquilado en el otro extremo de la ciudad. Tenía que registrarme en el centro a las 9.00. Mi avión había aterrizado a las 9.00. En fin, la maleta no pesaba tanto y yo estaba animado. No tenía ni idea de la distancia que podía haber entre la estación y el hotel pero por algún destello genuino de estupidez supuse que el centro debía quedar cerca del edificio de la Universidad. Y el edificio de la Universidad... veamos... ¿dónde está?
–Aquí, señor– Hizo un circulito descuidado en el plano.
De las seis chicas de la oficina de información ella era como un ángel enfundado en aquel uniforme azul. Era increíble, una delicia. Pero le apestaba el aliento. Era algo terrible, algo como dislocado de aquella apariencia angelical. Era como una broma pesada. Claro que allí estaba yo y ella, al menos, era un ángel. Allí estaba yo, digo, sin asear desde las 4.00 de la madrugada, con la camiseta pegada a mi espalda debajo del abrigo y sin haber pegado bocado desde la noche anterior. Todavía la recuerdo. Ella era un ángel...
Salí de allí y empecé a andar por las anchas calles, empinadas calles, limpias calles. Ahora sí pesaba mi maleta. Hacía frío. El calor estaba debajo de mi abrigo. Tenía la sensación de que no había otro pellejo que mi abrigo, que él era lo único que me separaba de mis pulmones y mis entrañas y mis tripas calientes. El calor estaba debajo de mi abrigo, en mi espalda, en mis sobacos. Mi cara estaba fría y mis manos y mis pies. Pero yo seguí andando porque tenía que llegar a la Universidad y porque nadie en esta ciudad se detenía ante el frío. Al cabo de unos largos minutos llegué al edificio de la Universidad. Se trataba de un edificio mugriento que daba a las cuatro calles de una manzana formando un gran patio interior, solemne, sobrio, lúgubre, desolado. Estaba desierto. Era precioso. Entré en una especie de sala de información que tenía un pequeño mostrador, con una mujer también pequeña, también solemne y también lúgubre:
–Disculpe –dije–. Vengo a las conferencias sobre Stanley Cavell y la crítica literaria.
–Pero señor, cuánto me temo que no ha venido usted al lugar indicado.
Mierda.
–¿Cómo dice señor?
–¿Dónde tengo que ir?
–Debe usted dirigirse al Point Hotel Conference Center en Bread St. Pero hay un largo camino hasta allí –contestó.
Me indicó el camino y dijo si quería un taxi. Yo le dije que quería disfrutar del paseo. Era ridículo. Algo en mi aspecto, todo, quizá, indicaba que necesitaba urgentemente un taxi, que era una manera amable de decir que necesitaba urgentemente ayuda. En aquel momento, sin embargo, sentí que debía tomar las medidas a estas calles nuevas, a estas distancias nuevas, a este espacio nuevo. Sentí que lo necesitaba y por eso debí decírselo a la mujer lúgubre. No lo hice. Le dije, sin más, que quería disfrutar del paseo, así que caminé por cobarde. Caminé por testarudo. Caminé de más. Caminé sin más.
Calculo que anduve alrededor de 30 minutos cuando divisé Bread St. Hacia la mitad de la calle, en la acera, había un cartel que indicaba la entrada al centro de conferencias del hotel. Entré a una recepción grande, con un mostrador grande y un tipo grande tras él. Al ver las tarjetas identificativas y las carpetas con el escudo de la Universidad de Edimburgo me acerqué, rendido pero triunfal. Dejé la maleta en el suelo y me desabroché el abrigo. Tuve miedo de que mis entrañas se precipitaran a la moqueta. Me aterró la idea de tener que pedir disculpas por las manchas de sangre en la moqueta. No sucedió.
–Soy Jan Kowalski, de España. Universidad de Valencia. –Buscó mi tarjeta.
–¡Ah, aquí está! Bienvenido señor Kowalski. Aquí tiene la documentación. A mi izquierda, al fondo, se encuentra la sala 1. Es aquella de las paredes de cristal. Y por aquella puerta, bajando las escaleras y a la derecha, junto a los aseos, tenemos la sala 2. ¿Entrará usted a las conferencias de la sala 1 o de la sala 2?
–Pues, hum... No lo sé. ¿Sala 1? –contesté.
Me dirigí allí. No tenía ninguna intención de bajar mi maleta por las escaleras y dejarla junto a unos aseos. Además eran las 10.45 y las conferencias habían comenzado hacía más de una hora. Eso me dejaba completamente fuera pero con un poco de tiempo y tranquilidad para echar un vistazo al programa de la jornada. Me acerqué a una mesa que había justo enfrente de la entrada de la sala 1 para sacar mi cartera de la maleta. En ella llevo siempre mis utensilios para tomar notas y pensé, de paso, en guardar en la maleta una carpeta que ma habían entregado con montones de publicidad de museos, restaurantes, autobuses, excursiones, una postal, un marca páginas, un descuento para el show de "La Catacumba del Terror" y otros textos así que no pude evitar sentir como una broma de mal gusto para los asistentes a un congreso sobre crítica literaria. En ese instante sentí cómo todos aquellos estúpidos trocitos de papel satinado se deslizaban de mis manos y los vi precipitarse al suelo como rendidos y mirándome como lo hace un suicida en su caída. Era como si se hubieran detenido en el aire para culparme. Fue un instante hermoso. Se desparramaron por el suelo haciendo un ruido seco, fuerte. No eran mis entrañas pero instintivamente caí de rodillas para evitar el desastre. No pude. Sentí como algunas cabecitas se giraban para mirarme tras los cristales de la sala 1. "Es aquella de las paredes de cristal". Definitivamente estaba fuera, arrodillado, humillado y como entregado a esos centenares de ojos censores. Estaba ya preparado para el ejecución. Sin la capucha sobre la cabeza pero arrodillado y humillado y, por eso, preparado. Me perdonaron la vida. No estoy seguro de que decidieran no ajusticiarme, los filósofos no son buenas personas por lo general. Simplemente ya lo habían hecho. Me levanté decidido a entrar. No era la primera vez que me ajusticiaban filosóficamente. No era para tanto.


jueves, 4 de diciembre de 2008

Georges Perec, autor de Un artista del trapecio


Perec nos la jugó: ahí quedan las pruebas. En el post del lunes, 16 de junio de 2008, titulado El trapecio, se citaba un texto que hacíamos pasar por parte de La vida instrucciones de uso: un texto hermoso, con la belleza de la levedad... En realidad dicho texto es, a su vez, una cita -y hacemos valer aquí un uso muy especial de la palabra "cita"- de un escrito de Kafka titulado Un artista del trapecio.
La evocación de aquel borgiano Pierre Menard, autor del Quijote sirve aquí para señalar dos modos distintos de digestión -vid. Vacaciones en Polonia, vol. 4: Literaturas antropófagas-, dos modos de in-corporar el texto de otro en el texto propio. Pierre Menard no quiere citar el Quijote sino escribir el Quijote, forzosamente reescribir entonces, pero con una reescritura que no cambie una palabra en el texto original que es, simultáneamente, origen y destino de la cuestión. Pierre Menard quiere reincorporar el Quijote al flujo del tiempo, de su tiempo, para hacer reverberar el sentido: de algún modo, lo que Menard desea es llevar a cabo un ready-made de la obra de Cervantes.
Perec, en cambio, ejecuta una verdadera deglución digestiva de Kafka. Al ingerir Un artista del trapecio, su palabra, a diferencia de la de Menard, no termina siendo la palabra de Un artista del trapecio. Puede seguir reconociéndose alguna marca y, en ello, se puede seguir viendo el fragmento como cita, pero los bordes son borrosos, como si el límite del texto incorporado se hundiese en la piel del propio texto de Perec. A diferencia del ready-made de Menard, lo que hay en Perec es un collage, pero un collage en el que las marcas de cola han sido disimuladas magistralmente. Cuando al terminar La vida instrucciones de uso nos topamos con el Post scriptum en el que Perec enumera los autores citados en el libro, uno no tiene más remedio que sorprenderse por el hecho de que Georges Perec se cuente entre los elementos de esta lista y, justo a continuación, indignarse por la presencia de todas aquellas citas que pasaron olímpicamente inadvertidas en la lectura. En ese momento, uno debe saber que Perec nos la jugó.