
Y entonces, a pesar de todo, la agarré por el cuello sin soltar el cuchillo, la tumbé y la quise estrangular. ¡Qué cuello más recio tenía...! Yo sabía que clavaba el cuchillo por debajo de las costillas y que el puñal iba a hundirse. Oí, recuerdo, el instante de resistencia del corsé y de algo más, y luego como se hundía el cuchillo en algo blando. Ella agarró con las manos el puñal, se cortó, pero no lo detuvo.
Ella levantó con dificultad los ojos hasta mí, de los cuales uno estaba magullado, y con gran esfuerzo, con voz entrecortada, pronunció:
—Lo has conseguido. Me has matado…—y en su cara, a través del sufrimiento físico e incluso de la proximidad de la muerte, apareció el odio animal de siempre, el viejo y frío odio que conocía—. Los hijos…de todos modos…no te los doy…
Miré a los niños, a la cara de mi mujer, golpeada, cubierta de moretones, y por primera vez me olvidé de mí mismo, de mis derechos, de mi orgullo, por primera vez vi en ella a una persona…
Mas aquello que en mi opinión era lo principal, su culpa, su engaño, a mi mujer no le pareció, por lo visto, digno de mención.
No hay comentarios:
Publicar un comentario