domingo, 29 de marzo de 2009

A quemarropa,


Al era un maníaco. Jules sólo un imbécil. Por supuesto que podía trabajárselos a hostias sin problemas, pero decidió acabar rápido. De las muchas maneras de precipitar la muerte eligió la palabra. Encañonó al maníaco.

–Tranquilízate y abre bien los ojos. Vas a ver un fogonazo y luego vendrá la verdad. La reconocerás por su silbido metálico.

Apretó el gatillo. Fue hermoso. Jules se meó encima.


martes, 24 de marzo de 2009

Como todo lo demás,


Llovía fuerte. Stan y Bob vieron el espíritu de la época flotar sin sentido. Observaron cómo se dirigía a la alcantarilla y luego desaparecía tras unos cortos pero sonoros gorgoteos.

–La cultura ha muerto, Bob.

Bob pensó que aquel momento merecía algunas palabras eternas. No dijo nada. En el fondo no podía asegurar que aquello fuera la cultura, un zapato de mujer o un pedazo de mierda. Agarró la botella y siguió a lo suyo.


domingo, 22 de marzo de 2009

Las horas de humo,



El humo sellaba el tiempo. Era como si sólo fumando fuésemos a pasar a la hora siguiente, y fumábamos a todas horas, en todas partes y a todas horas. Fumábamos en la cama, antes de acostarnos y ya dormidos, y antes de follar y después de follar y mientras follábamos, como si fuésemos máquinas de joder echando humo a escape. Fumábamos para ponernos en la cara quiénes éramos y para poder ser alguien, porque uno podía tener el cigarrillo entre los dientes como un perro de presa, o medio caído y casi apagado y retorcido como en la boca de un perdedor, o cogido firmemente con la decisión de un Churchill o un Eisenhower. De algún modo aquello nos salvaba. Nos salvaba de lo que hubiese del otro lado del humo, del otro lado de las horas, y si quedaba por llegar un minuto que fuese el último, bien, aún quedaba tiempo para echar un pitillo y después terminar de una jodida vez.


sábado, 21 de marzo de 2009

La asesina,


Miercoles, 8 de enero de 1937. NYC.

Anna Shennan, de veintisiete años, fue acusada de homicidio involuntario en primer grado por acuchillar a su marido Joseph en una fiesta de Fin de año en Queens. La pareja había discutido por 2$ cogidos del fondo familiar para la fiesta. Sheenan amenazaba a su esposa con una botella rota cuando ella agarró un cuchillo. El jurado creyó que el marido había caído accidentalmente sobre el cuchillo, y Anna Shennan fue absuelta. Weegee

***

absuelto/a, del latín absolūtus, participio de absolvĕre, desatar.


miércoles, 18 de marzo de 2009

Dark was the night,


Funciona como una jodida ley, y no precisamente como una ordenanza municipal o una ley federal, sino como una ley de la naturaleza, como la maldita manzana de Newton o más aún, como la ley de la selección natural. La carne seca y melancólica de E.B. White había dado en el clavo al utilizar aquellas palabras en el ya célebre Esto es Nueva York: la ciudad da 45 cm. de margen y, más allá, dark was the night, cold was the ground, que cantaba el viejo "Blind" Willie Johnson. Más allá está la densa noche, la noche rota de neones y balas, la noche de un negro reventado en una acera, la de una puta envejecida, la noche del otro lado de los 45 cm. ¿Qué importa todo eso? ¿Qué importa, si está más allá? En la distancia corta de esos 45 cm. uno decide en qué ciudad quiere vivir, "de manera que cada suceso es, en cierto sentido, opcional, y el habitante se encuentra en la feliz posición de poder elegir sus propios espectáculos y conservar así su alma". Incluso si el espectáculo se sirve a pocos pasos y la muchedumbre cerca a un cuerpo recién tumbado y caliente, uno aún puede seguir andando y posponer el suceso para más tarde, porque también a 45 cm. estará seguro el titular y el disparo del austriaco, de Arthur Felling, de Weegee, en el New York Herald Tribune o en el PM Daily, apenas a 45 cm. Weegee no tiene alma, tiene una radio de la policía y todos los neones, todas las balas, todos los negros reventados en las aceras y las putas envejecidas y las noches, todas las noches. Weegee no tiene alma y las nuestras son su negocio.


martes, 10 de marzo de 2009

Apuntes de ciencia forense,


...y es así como, a resultas de frecuentar durante largo tiempo bibliotecas y otros contenedores de la sapiencia donde, como en una colmena o un termitero se mastica papel hasta tornarlo en un polvo finísimo, es así, digo, como entiendo que sus cerebros llegan a ser esa masa acuosa que he podido observar en abriendo la tapa de sus sesos, y digo que puedo entenderlo pues es de entender que una masa tierna, cual es la mollera en los humanos de joven edad, sometida de permanente a temperaturas extremas, lo que vale decir al calor sofocante en todas las estaciones del año natural en dichos recintos, termine por licuarse y convertirse en poco menos que gachas.

En De signis infanticidii


lunes, 2 de marzo de 2009

En casa de Louie Harper,


En la vieja sala de Louie Harper no cabía nadie más. Si algún cretino se hubiera tirado un pedo seguro que alguno de nosotros habría acabado con su culo fuera del local. Cómo conseguía Louie a aquellos asesinos nadie lo sabía. Lo único que todos sabíamos era que habríamos sido capaces de dejar morir a nuestros padres por ir a los combates que el viejo Louie organizaba en su tugurio. Allí vi combatir por primera vez al ruso de la estepa siberiana Dostoievski. Un tipo duro sin duda. Su directo de derecha era un estilete que dejaba a sus rivales aturdidos y tambaleándose por la tarima como muñecos. Los dejaba hechos un trapo. Lo daba todo en cada combate. Fueron los días grandes en los que uno podía ver a Johnny Fante ganar un combate a diecisiete rounds sin apenas acelerar la respiración. Golpe a golpe y un round más y así hasta el final. Para cuando todo terminaba y daban los puntos la tensión era tanta que ambos púgiles se echaban a llorar hincados de rodillas y abrazándose en un apriete infinito y salvaje. También venía a pelear Céline, el Martillo. Tenía un gancho de derechas demoledor. Recuerdo el día que tumbó a Dashiell Hammett en el cuarto. Esquivó un directo de izquierdas con una finta perfecta, clavó el talón a la lona para soltar El Martillo de abajo arriba como un rayo. Hammett ni lo vió venir y todos nosotros poseídos por la euforia creímos, por un instante, que empezaba la revolución.
Podías oler la sala de Louie unos metros calle abajo si la tarde era calurosa y había combate. Olía a sudor rancio y a picadura barata y a orín y a vino y a cáscaras secas de naranja. Y cuando salían aquellos tipos a pelear todos enloquecíamos y pataleábamos como criminales y entonces se levantaba el polvo que traía consigo aquel olor repugnante y lo tragábamos a bocanadas y de repente el hedor se volvía ira en nuestras bocas. Para cuando saltaban al cuadrilátero yo estaba ya repleto de ira y a punto de estallar. Mi mirada cegada de ira, y mi corazón y mis pulmones llenos de ira, y mis entrañas llenas de ira y de mierda y de orín y de vino y de cáscaras de naranja y de hermosa literatura. Allí, sobre la tarima, bajo la tarima, alrededor de la tarima, todo estaba bajo el influjo de la literatura y de la lucha, que ahora, en casa de Louie Harper, en nuestra casa, eran una y la misma cosa.
El hombre del momento era Ernie Hemingway. Todos queríamos ver a Ernie pelear. Nadie en todo Los Ángeles quería perderse a Hem darle a los puños. ¡Hostias cómo los movía! Era un gran tipo. Sabía darle duro. Era un asesino. Sonó la campana. La hicieron sonar. Oí el tañido cruzar el infernal alboroto. Entonces apareció aquel tipo, Hank Bukowski. Vestía unos calzones ridículos que le quedaban anchos. No llevaba botas sino sus viejos zapatos y subió al ring fumando un puro de quince centavos. Ernie estaba levantándose de su rincón cuando de repente aquel tipo hinchó el pechó y señalándose los puños rugió:
–¡Aquí tengo la palabra, Papá!– dijo, y sonó a verdad–¡Aquí la tengo y está dispuesta a romperte el culo!–Me giré y vi a Hem muy tocado. Lo había alcanzado en plena barbilla. Aquella palabra era dura de verdad e iba a hacerle brotar la sangre y todos supimos que iba a ser un gran combate. Cuando el directo de Hank cortó la tarde hacia la cara de Ernie nos pusimos todos en pie gritando con el pecho a punto de quebrarse y el cielo se tambaleó y alguien chilló “¡a mí la revolución!”.

En el fondo no adorábamos ni a Hemingway, ni a Bukowski, ni a Dostoievski, Céline o Fante, sino a aquella palabra que era capaz de enloquecernos y hacernos pensar en la revolución. Ernie en su gancho de izquierda, Hank en su un-dos y crochet a la mandíbula, que era una manera sublime de dialogar, Céline en su Martillo atronador, Fante en sus jabs cruzados, pausados y emocionantes, Dostoievski en sus directos delirantes, trabajados y sin tregua. Aquella palabra que hacía brotar la sangre la tenían muy pocos y nosotros la leíamos todas las tardes en casa de Louie Harper.


domingo, 1 de marzo de 2009

Andar el deseo salvaje,

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¿Un grito de guerra? ¡La libertad o el amor!, de Robert Desnos. Lo sirve Cabaret Voltaire. Háganse con un ejemplar: cómprenlo, pídanlo en su biblioteca habitual, róbenlo si es necesario, a mí tanto me da, a Desnos tanto le da. Sobre todo no esperen. En cuanto lo tengan lean el primer capítulo, "Las profundidades de la noche". Lean el primer capítulo allá donde les coja, de pie si es preciso, porque casi no hay tiempo, si es que aún lo hay. Lean el primer capítulo de un extremo a otro y después, si así debe ser, no lean más, abandonen el libro en un banco, en una marisma, en un retrete público, abandonen el libro pero nunca antes de haber leído el primer capítulo, nunca antes de haber leído y digerido el primer capítulo. Pide rápidas dentelladas, pide acción inmediata. "Con la cabeza pesada de tanta embriaguez, la perseguí, guiado por su abrigo de leopardo". Tal vez aún lleguen a tiempo de ver su ciudad como una mujer que se desnuda por las esquinas y cuya piel y cuya ropa interior llena el aire de perfume a sin plomo y cerveza caliente. "Desnuda, ahora estaba desnuda bajo su abrigo de piel leonada". Tal vez aún tengan tiempo de ser hijos e hijas del pavimento, tal vez aún puedan querer perseguirse hasta el extremo de la noche siguiendo rastros y oliendo huellas. "La fricción del tejido con sus caderas despertaba en ella, sin duda, deseos eróticos mientras andaba por la avenida de Les Acacias con rumbo desconocido". Una erótica, si aún es posible, como forma de civismo, como única ética del asfalto si es que aún hay tiempo. ¡La libertad o el amor!, un grito de guerra, un modo de inseminar sus pasos.