"El fuego, por el fuerte viento y porque casi todas las casas de ese arrabal eran de madera y habían sido incendiadas en tres sitios distintos a la vez, se extendió velozmente y envolvió la cuarta parte del barrio con increible furia. (...) Cuando llegué al arrabal, sólo una hora después de nuestra huida del baile, el fuego estaba en su apogeo. Ardía una calle entera paralela al río. Había tanta luz como de día. No trataré de describir en detalle el cuadro que ofrecía el incendio: ¿quién no lo conoce en Rusia? En las calles contiguas a la que ardía el barullo y las apreturas eran extraordinarios. Se esperaba que el fuego se propagaría de seguro por allí y los vecinos sacaban sus enseres, pero no abandonaban sus viviendas y, a la expectativa, seguían sentados en los baúles y colchones que habían sacado, cada uno bajo sus propias ventanas. Parte del vecindario masculino se ocupaba en la dura labor de derribar las empalizadas y aun de echar abajo tugurios enteros que estaban cerca del fuego o del lado de donde venía el viento. Sólo lloraban los niños a quienes acababan de despertar y gemían las mujeres que habían conseguido rescatar sus ajuares. Los que todavía no lo habían conseguido proseguían su trabajo en silencio y los iban sacando resueltamente a la calle. Las chispas y las ascuas volaban por doquiera y se intentaba apagarlas en lo posible. Junto al fuego mismo se agolpaban los espectadores que habían venido corriendo de todos los puntos de la ciudad. Unos ayudaban a extinguirlo, otros se limitaban a mirarlo. Un gran incendio nocturno produce siempre una impresión tan provocativa como exhilarante; de ahí el atractivo de los fuegos artificiales; pero en el caso de la pirotecnia, la disposición del fuego en pautas regulares y graciosas, al par que la falta total de peligro, producen un efecto jovial y ligero, análogo al de una copa de champaña. Un incendio real es algo muy diferente; ahí el horror y cierta sensación de peligro personal, junto con la notoria impresión exhilarante de un incendio nocturno, producen en el espectador (por supuesto, si no es su casa la que arde) una conmoción y un reto, por así llamarlo, al instinto de destrucción que, ¡ay!, yace en el espíritu de todo hombre, aun en el del más pusilánime y hogareño funcionario público de baja categoría... Esta oscura sensación causa casi siempre deleite. «Yo, la verdad, no sé si es posible contemplar un incendio sin sentir algún placer.»"
F.M. Dostoyevski, Los demonios
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