Al fin el autobús giró por Market street y se detuvo en el puente Waverly. Había decidido ir directamente del aeropuerto al Centro de Conferencias en el Point Hotel, sin pasar por la habitación que había alquilado en el otro extremo de la ciudad. Tenía que registrarme en el centro a las 9.00. Mi avión había aterrizado a las 9.00. En fin, la maleta no pesaba tanto y yo estaba animado. No tenía ni idea de la distancia que podía haber entre la estación y el hotel pero por algún destello genuino de estupidez supuse que el centro debía quedar cerca del edificio de la Universidad. Y el edificio de la Universidad... veamos... ¿dónde está?
–Aquí, señor– Hizo un circulito descuidado en el plano.
De las seis chicas de la oficina de información ella era como un ángel enfundado en aquel uniforme azul. Era increíble, una delicia. Pero le apestaba el aliento. Era algo terrible, algo como dislocado de aquella apariencia angelical. Era como una broma pesada. Claro que allí estaba yo y ella, al menos, era un ángel. Allí estaba yo, digo, sin asear desde las 4.00 de la madrugada, con la camiseta pegada a mi espalda debajo del abrigo y sin haber pegado bocado desde la noche anterior. Todavía la recuerdo. Ella era un ángel...
Salí de allí y empecé a andar por las anchas calles, empinadas calles, limpias calles. Ahora sí pesaba mi maleta. Hacía frío. El calor estaba debajo de mi abrigo. Tenía la sensación de que no había otro pellejo que mi abrigo, que él era lo único que me separaba de mis pulmones y mis entrañas y mis tripas calientes. El calor estaba debajo de mi abrigo, en mi espalda, en mis sobacos. Mi cara estaba fría y mis manos y mis pies. Pero yo seguí andando porque tenía que llegar a la Universidad y porque nadie en esta ciudad se detenía ante el frío. Al cabo de unos largos minutos llegué al edificio de la Universidad. Se trataba de un edificio mugriento que daba a las cuatro calles de una manzana formando un gran patio interior, solemne, sobrio, lúgubre, desolado. Estaba desierto. Era precioso. Entré en una especie de sala de información que tenía un pequeño mostrador, con una mujer también pequeña, también solemne y también lúgubre:
–Disculpe –dije–. Vengo a las conferencias sobre Stanley Cavell y la crítica literaria.
–Pero señor, cuánto me temo que no ha venido usted al lugar indicado.
–Mierda.
–¿Cómo dice señor?
–¿Dónde tengo que ir?
–Debe usted dirigirse al Point Hotel Conference Center en Bread St. Pero hay un largo camino hasta allí –contestó.
Me indicó el camino y dijo si quería un taxi. Yo le dije que quería disfrutar del paseo. Era ridículo. Algo en mi aspecto, todo, quizá, indicaba que necesitaba urgentemente un taxi, que era una manera amable de decir que necesitaba urgentemente ayuda. En aquel momento, sin embargo, sentí que debía tomar las medidas a estas calles nuevas, a estas distancias nuevas, a este espacio nuevo. Sentí que lo necesitaba y por eso debí decírselo a la mujer lúgubre. No lo hice. Le dije, sin más, que quería disfrutar del paseo, así que caminé por cobarde. Caminé por testarudo. Caminé de más. Caminé sin más.
Calculo que anduve alrededor de 30 minutos cuando divisé Bread St. Hacia la mitad de la calle, en la acera, había un cartel que indicaba la entrada al centro de conferencias del hotel. Entré a una recepción grande, con un mostrador grande y un tipo grande tras él. Al ver las tarjetas identificativas y las carpetas con el escudo de la Universidad de Edimburgo me acerqué, rendido pero triunfal. Dejé la maleta en el suelo y me desabroché el abrigo. Tuve miedo de que mis entrañas se precipitaran a la moqueta. Me aterró la idea de tener que pedir disculpas por las manchas de sangre en la moqueta. No sucedió.
–Soy Jan Kowalski, de España. Universidad de Valencia. –Buscó mi tarjeta.
–¡Ah, aquí está! Bienvenido señor Kowalski. Aquí tiene la documentación. A mi izquierda, al fondo, se encuentra la sala 1. Es aquella de las paredes de cristal. Y por aquella puerta, bajando las escaleras y a la derecha, junto a los aseos, tenemos la sala 2. ¿Entrará usted a las conferencias de la sala 1 o de la sala 2?
–Pues, hum... No lo sé. ¿Sala 1? –contesté.
Me dirigí allí. No tenía ninguna intención de bajar mi maleta por las escaleras y dejarla junto a unos aseos. Además eran las 10.45 y las conferencias habían comenzado hacía más de una hora. Eso me dejaba completamente fuera pero con un poco de tiempo y tranquilidad para echar un vistazo al programa de la jornada. Me acerqué a una mesa que había justo enfrente de la entrada de la sala 1 para sacar mi cartera de la maleta. En ella llevo siempre mis utensilios para tomar notas y pensé, de paso, en guardar en la maleta una carpeta que ma habían entregado con montones de publicidad de museos, restaurantes, autobuses, excursiones, una postal, un marca páginas, un descuento para el show de "La Catacumba del Terror" y otros textos así que no pude evitar sentir como una broma de mal gusto para los asistentes a un congreso sobre crítica literaria. En ese instante sentí cómo todos aquellos estúpidos trocitos de papel satinado se deslizaban de mis manos y los vi precipitarse al suelo como rendidos y mirándome como lo hace un suicida en su caída. Era como si se hubieran detenido en el aire para culparme. Fue un instante hermoso. Se desparramaron por el suelo haciendo un ruido seco, fuerte. No eran mis entrañas pero instintivamente caí de rodillas para evitar el desastre. No pude. Sentí como algunas cabecitas se giraban para mirarme tras los cristales de la sala 1. "Es aquella de las paredes de cristal". Definitivamente estaba fuera, arrodillado, humillado y como entregado a esos centenares de ojos censores. Estaba ya preparado para el ejecución. Sin la capucha sobre la cabeza pero arrodillado y humillado y, por eso, preparado. Me perdonaron la vida. No estoy seguro de que decidieran no ajusticiarme, los filósofos no son buenas personas por lo general. Simplemente ya lo habían hecho. Me levanté decidido a entrar. No era la primera vez que me ajusticiaban filosóficamente. No era para tanto.
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