jueves, 11 de diciembre de 2008

Edimburgo fue una invitación, 2/2



Dos pasos al frente y cogí la barra de la puerta con firmeza. Tiré ligeramente hacia mí pero no se abrió. El ruido hizo que algunos asistentes se giraran hacia la puerta. Rápidamente empujé con fuerza, orgulloso de mi astucia, de mi resolución, casi de mi hombría. Y al instante vino ese sonido atravesándome el cerebro: PLONK. ¡Demonios! La puerta de cristal estuvo a punto de dislocarse. Esta vez fueron todas las cabecitas las que se volvieron hacia mí. Veinte filas de asientos y la mesa de ponentes al completo: otra hazaña de Jan Kowalski. Mis logros parecían no tener fin. Deseé que mi abrigo se abriera accidentalmente y perder mis entrañas allí mismo para darles un final apoteósico, un "final Kowalski" lo llamarían. No sucedió.
Mi cabeza aún debía funcionar decentemente porque en milésimas de segundo empujé la puerta a un lado y se deslizó suavemente, acompañada por mi hondo suspiro. Me negaba a pensar que sólo me hubiera ocurrido a mí, pero en aquel momento sólo había un completo inútil en la sala, de pie, en la puerta, buscando desesperadamente una silla donde encogerse y desaparecer. Así que me senté en el primer asiento que vi libre y eso me situaba al lado de un chico joven. En seguida me llamó la atención su manera de vestir. Me miró desde detrás de sus lentes con aquellos ojillos minúsculos, como si yo fuese un extraño, pero lo único extraño emanaba de él. Era como si le faltara algo, el estilo, quizá, o la costumbre más bien. Me refiero a la costumbre de vestir como vestía. En realidad era fácil saber qué ocurría con aquel tipo. Era un aprendiz de académico, la clase de persona que piensa que la ropa que se compró hace diez años para la boda de su prima es adecuada para los eventos en los que su madre le dice que no puede vestir los tejanos azul claro de mariquita de los noventa. Entonces se presenta allí como salido de la cinta de VHS de la boda sureña de la prima Clarice pretendiendo desafiar el paso del tiempo haciendo como si no pasara nada. Pero sí que pasa. Pasa que entre la sumisión a su madre y la devoción por tener un despacho en la universidad acaban por creer que lo admirable de la filosofía es llegar a ser, cueste lo que cueste, un profesor, y que para profesar filosofía lo realmente importante es parecer un profesor. Porque así es como se consiguen los tres puntos de conducta en el tribunal de oposición y una bolsa de caramelos en la cena de Acción de Gracias. La vida es adorable, ¿no? Podrían haberse dedicado a admirar la vida filosófica sin más y no la académica y entonces, en las palabras de Thoreau, no pesaría la muerte cuando dice que «hoy en día hay profesores de filosofía, pero no filósofos. Sin embargo, es admirable profesarla porque una vez fue admirable vivirla».
Así que el cuadro estaba montado y yo me lo sabía de memoria: barba rala de progresista en su pálida cara, con esa papada luchando por salir a duras penas del primer botón de su abrochadita camisa azul turquesa una talla grande. Mamá le había dicho cómo ponérsela por dentro del pantalón para que no pareciera pasada de moda. Le había dicho que debía ponerse el reloj que le había regalado la tía Hermine para su comunión y también el cinturón marrón. ¿El cinturón también?
–Sí, hijo mío. Así irás muy elegante. Acuérdate de coger los zapatos.
–No me gustan esos zapatos. Parezco mayor y las chicas se ríen.
–Pero hijo, ¿no son esos los zapatos que el profesor Lamb dijo que eran muy elegantes?
–Tienes razón mamá. ¿Dónde están?
–Ya te los he metido en...
¡Coño! ¿Dónde estaban los zapatos? Me sorprendió la facilidad con la que mi mirada había pasado por alto sus pantalones color crema enfermizo y senil. Pero allí estaba, puesta en sus pies descalzos. Me dio por pensar que tal vez se los había quitado como inconscientemente, como si su cuerpo los rechazara en un acto de desobediencia a su madre y también al profesor Lamb. Tal vez pensara que la familiaridad en filosofía era eso o tal vez era algo habitual en su despachito del departamente porque nunca nadie entraba allí, lo que yo entendía como el éxito de ser académico en filosofía. Nada de eso importaba. Aunque sus pies hubieran olido a lirios frescos. Lo importante, aquí, era que iba descalzo aquí.
Los aplausos me hicieron volver de repente. Había acabado la sesión. La gente empezó a agruparse frente al profesor Elderidge que había sido el primer ponente y el encargado de inaugurar las conferencias. Detesto esos "apiñamientos". Todos esos hombrecillos desencaminados, vestidos por sus madres y mujeres, frotándose unos con otros, sonriendo a la grandilocuencia en lata de Elderidge y comentando, con dificultad, algo que habían estado preparando durante todo el tiempo que duró la conferencia en lugar de escuchar y leer lo que allí se estaba diciendo. Ahora el cuadro estaba completo. Eso era vivir la filosofía hoy, profesarla así, formando un remolino de profesores citándose los unos a los otros como queriendo encontrar allí la valía de sus palabras, como si la cita hubiera de prestarles la fuerza filosófica que les faltaba a sus voces, porque así habían conseguido un punto en el tribunal de oposición y el respeto de sus profesores más débiles. ¿Has visto, Cavell, cómo te leen? Me vinieron a la cabeza las palabras de Emerson, el hombre es apocado y se deshace en disculpas; ya no se mantiene erguido; no se atreve a decir "yo pienso", "yo existo", sino que cita algún santo o sabio...
Todo se detuvo y pensé en mi aspecto allí sentado, contemplando todas aquellas espaldas que eran una sola por arte y gracia del profesor Elderidge. Inmediatamente después pude sentir cómo el ánimo se me partía en dos. Estaba completamente fuera de lugar, fuera y confuso, fuera y desolado, fuera y expulsado, tal vez. Decidí dar media vuelta y marcharme. Tras la gran espalda sólo quedábamos sentados un hombre mayor y yo en toda la sala. Se levantó decidido a marcharse igual que yo. Lo reconocí. Era Stanley Cavell. No sabía que estaba allí. Lo vi pasar delante de mí dirigiéndose sereno hacia la puerta. Al cruzarse conmigo alzó la mano y ma saludó y por un momento me sentí en casa. "Así debe ser la filosofía", pensé, "sentirse en casa". Lo supe enseguida. De repente pude encontrar un tono a la filosofía ausente en muchas de mis lecturas y Wittgenstein recobró un tono en sus palabras que nunca antes supe escuchar. Era hermoso y vital. Así fue leer a Cavell. Una lectura en acto, al rojo vivo, indeleble y, por tanto, eterna, pero por ello, indecisa y, por tanto, ordinaria. Entonces ocurrió: PLONK. Me miró y le miré. No llamó la atención, simplemente deslizó la puerta y salió.


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