
Podías oler la sala de Louie unos metros calle abajo si la tarde era calurosa y había combate. Olía a sudor rancio y a picadura barata y a orín y a vino y a cáscaras secas de naranja. Y cuando salían aquellos tipos a pelear todos enloquecíamos y pataleábamos como criminales y entonces se levantaba el polvo que traía consigo aquel olor repugnante y lo tragábamos a bocanadas y de repente el hedor se volvía ira en nuestras bocas. Para cuando saltaban al cuadrilátero yo estaba ya repleto de ira y a punto de estallar. Mi mirada cegada de ira, y mi corazón y mis pulmones llenos de ira, y mis entrañas llenas de ira y de mierda y de orín y de vino y de cáscaras de naranja y de hermosa literatura. Allí, sobre la tarima, bajo la tarima, alrededor de la tarima, todo estaba bajo el influjo de la literatura y de la lucha, que ahora, en casa de Louie Harper, en nuestra casa, eran una y la misma cosa.
El hombre del momento era Ernie Hemingway. Todos queríamos ver a Ernie pelear. Nadie en todo Los Ángeles quería perderse a Hem darle a los puños. ¡Hostias cómo los movía! Era un gran tipo. Sabía darle duro. Era un asesino. Sonó la campana. La hicieron sonar. Oí el tañido cruzar el infernal alboroto. Entonces apareció aquel tipo, Hank Bukowski. Vestía unos calzones ridículos que le quedaban anchos. No llevaba botas sino sus viejos zapatos y subió al ring fumando un puro de quince centavos. Ernie estaba levantándose de su rincón cuando de repente aquel tipo hinchó el pechó y señalándose los puños rugió:
–¡Aquí tengo la palabra, Papá!– dijo, y sonó a verdad–¡Aquí la tengo y está dispuesta a romperte el culo!–Me giré y vi a Hem muy tocado. Lo había alcanzado en plena barbilla. Aquella palabra era dura de verdad e iba a hacerle brotar la sangre y todos supimos que iba a ser un gran combate. Cuando el directo de Hank cortó la tarde hacia la cara de Ernie nos pusimos todos en pie gritando con el pecho a punto de quebrarse y el cielo se tambaleó y alguien chilló “¡a mí la revolución!”.
En el fondo no adorábamos ni a Hemingway, ni a Bukowski, ni a Dostoievski, Céline o Fante, sino a aquella palabra que era capaz de enloquecernos y hacernos pensar en la revolución. Ernie en su gancho de izquierda, Hank en su un-dos y crochet a la mandíbula, que era una manera sublime de dialogar, Céline en su Martillo atronador, Fante en sus jabs cruzados, pausados y emocionantes, Dostoievski en sus directos delirantes, trabajados y sin tregua. Aquella palabra que hacía brotar la sangre la tenían muy pocos y nosotros la leíamos todas las tardes en casa de Louie Harper.
3 comentarios:
Hola.
No sé si te va esto de los premios por internet, pero tienes uno:
http://nico-naiko.blogspot.com/2009/03/premio-dardos-para-el-blog-de-nico.html
Interesante relato, en realidad buenísimo, me trae reminiscencis de James Elroy de de Charles Bukowski.
Si no te molesta, me pasaré más seguido por aquí.
Un abrazo.
Estimado Sergio,
que tus palabras sobre mis palabras alcancen el aliento del texto mismo es un buen comienzo.
Pero, además, ver que tus palabras quiebran tímidamente algún tipo de respeto hacia nuestras palabras, hace que tus paseos por nuestra casa sean un encuentro y no una molestia.
Saludos.
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