"Muy por encima de los últimos pisos, arriba, estaba la luz del día junto con gaviotas y pedazos de cielo. Nosotros avanzábamos en la luz de abajo, enferma como la de la selva y tan gris, que la calle estaba llena de ella, como un gran amasijo de algodón sucio.
Era como una herida triste, la calle, que no acababa nunca, con nosotros al fondo, de un lado al otro, de una pena a otra, hacia el extremo fin, que no se ve nunca, el fin de todas las calles del mundo.
No pasaban coches, sólo gente y más gente todavía.
Era el barrio precioso, me explicaron más tarde, el barrio de oro: Manhattan. Sólo se entra a pie, como a la iglesia. Es el corazón mismo, en Banco, del mundo de hoy. Sin embargo, hay quienes escupen al suelo al pasar. Hay que ser atrevido.
Es un barrio lleno de oro, un auténtico milagro, y hasta se puede oír el milagro, a través de las puertas, con el ruido de dólares estrujados, el siempre tan ligero, el Dólar, auténtico Espíritu Santo, más precioso que la sangre.
(...) Cuando los fieles entran en su Banco, no hay que creer que puedan servirse así como así, a capricho. En absoluto. Hablan a Dólar susurrándole cosas a través de una rejilla, se confiesan, vamos. Poco ruido, luces indirectas, una ventanilla minúscula entre altos arcos y se acabó. No se tragan la Hostia. Se la ponen sobre el corazón."
Era como una herida triste, la calle, que no acababa nunca, con nosotros al fondo, de un lado al otro, de una pena a otra, hacia el extremo fin, que no se ve nunca, el fin de todas las calles del mundo.
No pasaban coches, sólo gente y más gente todavía.
Era el barrio precioso, me explicaron más tarde, el barrio de oro: Manhattan. Sólo se entra a pie, como a la iglesia. Es el corazón mismo, en Banco, del mundo de hoy. Sin embargo, hay quienes escupen al suelo al pasar. Hay que ser atrevido.
Es un barrio lleno de oro, un auténtico milagro, y hasta se puede oír el milagro, a través de las puertas, con el ruido de dólares estrujados, el siempre tan ligero, el Dólar, auténtico Espíritu Santo, más precioso que la sangre.
(...) Cuando los fieles entran en su Banco, no hay que creer que puedan servirse así como así, a capricho. En absoluto. Hablan a Dólar susurrándole cosas a través de una rejilla, se confiesan, vamos. Poco ruido, luces indirectas, una ventanilla minúscula entre altos arcos y se acabó. No se tragan la Hostia. Se la ponen sobre el corazón."
Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche
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