Murió mi eternidad y estoy velándola.
César Vallejo, Poemas en prosa
Somos tiempo. Si hay un hecho incontrovertible es precisamente éste. Y no el tiempo -o no sólo el tiempo- que avanza segmentado en las esferas de los relojes, sino también el de los ritmos que fluyen desde nuestro cuerpo: el ciclo de uñas, barbas, sangre y piel. Somos tiempo, es decir, nos terminamos: están contados los latidos y las toilettes.
Pero en ese ser temporal que sigue implacable hacia su final hay también la huida del tiempo, los planes de fuga, los pronósticos de continuidad contra todo pronóstico. De entre todos los géneros de aspiración a la eternidad existen dos ligados íntimamente a la idea de obra que, o bien se cuentan entre las estrategias extintas o bien pasan por sus horas más bajas. De un lado, extinta la obra de santidad, ese hecho que se separa de los hechos del mundo, intrínsecamente diferente a la acción cotidiana por encarnar una manifestación en el mundo del alma inmortal. De otro lado, en su peor hora, la obra de arte.
La obra escrita -acoto el campo- fue durante un tiempo la llave de entrada a una inmortal república de las letras. En La galaxia Gutenberg, Marshall McLuhan consigna las palabras de Pierre Boaisteau quien, en su Theatrum Mundi, elogia las virtudes de la prensa de imprimir como máquina capaz de asegurar la inmortalidad:
Pero en ese ser temporal que sigue implacable hacia su final hay también la huida del tiempo, los planes de fuga, los pronósticos de continuidad contra todo pronóstico. De entre todos los géneros de aspiración a la eternidad existen dos ligados íntimamente a la idea de obra que, o bien se cuentan entre las estrategias extintas o bien pasan por sus horas más bajas. De un lado, extinta la obra de santidad, ese hecho que se separa de los hechos del mundo, intrínsecamente diferente a la acción cotidiana por encarnar una manifestación en el mundo del alma inmortal. De otro lado, en su peor hora, la obra de arte.
La obra escrita -acoto el campo- fue durante un tiempo la llave de entrada a una inmortal república de las letras. En La galaxia Gutenberg, Marshall McLuhan consigna las palabras de Pierre Boaisteau quien, en su Theatrum Mundi, elogia las virtudes de la prensa de imprimir como máquina capaz de asegurar la inmortalidad:
"No puedo hallar nada igual o comparable, por su utilidad y dignidad, al maravilloso invento de la imprenta, que sobrepasa todo lo que la antigüedad concibió o imaginó en excelencia, sabiendo que conserva y guarda todas las concepciones de nuestro pensamiento, que es el tesoro que inmortaliza el monumento de nuestros espíritus, que eterniza el mundo para siempre y da a la luz los frutos de nuestros trabajos."
Todo aquel universo prometéico, que se caracterizó por un intento renovado en cada generación de conducir hasta la luz a los hijos del espíritu, es agua tan pasada como la del ideal de la santidad. La eternidad del genio de las letras a través de la máquina de imprimir revive la historia de Ícaro: el aparato tiene sus propias exigencias, los plazos son cada vez más cortos y lo que una vez fue el impulso hacia la inmortalidad pasa por ser ahora la clave del colapso.
¿Quién, escribiendo hoy, pretende crear una obra? En la era de lo digital la máquina genera espacios en los que la expresión es tan inmediata que debe contarse entre el murmullo común, entre eso que cae precisamente del lado contratrio a la obra. En este tiempo de enanos sigue valiendo aquel reproche que lanzó Mário de Sá-Carneiro: "¡No tener siquiera el genio de querer ser genio!"
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