“El veinticinco de septiembre de 1264, al alba, el duque d’Auge se plantó en lo alto de su castillo para contemplar, por poco que fuera, la situación histórica. Era más bien difusa. Restos del pasado estaban esparcidos todavía por allá. A orillas del vecino arroyuelo acampaban dos hunos; no lejos de ellos, un galo, Euden tal vez, zambullía audazmente sus pies en el agua corriente y fresca. En el horizonte se dibujaban las blandas siluetas de romanos fatigados, de pachás de Corinto, de francos antiguos, de alanos solos. Algunos normandos bebían calvados.
El duque d’Auge suspiró, pero no por ello dejó de examinar atentamente tan gastados fenómenos.
Los hunos preparaban steaks tártaros, el galo se fumaba un celta, los romanos dibujaban grecas, los pachás segaban avena, los francos buscaban sueldos y los alanos miraban a cinco osetos. Los normandos bebían calvados.
–Tanta historia –dijo el duque d’Auge al duque d’Auge–, tanta historia por algunos retruécanos, por algunos anacronismos. Me parece miserable. ¿No vamos a librarnos nunca?”
Raymond Queneau, Flores azules
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