En un mundo en el que las escritura manual ha alcanzado sus mínimos históricos, sorprende aún encontrar una expresión que, como ésta, cifre la autenticidad de las palabras en el hecho de haber sido empuñadas. Escribir-por-uno-mismo es entonces, según la imagen que proyecta la expresión, una suerte de lucha -aquí está implicado un puño, y no ya una mano que pinza el instrumento de escritura- en la que la resistencia de las palabras queda vencida. En ese vencimiento, quien empuña la letra debe poder reconocerse a sí mismo como artífice, al menos, del combate con el lenguaje.
La evocación de la fuerza en el puño lleva así el significado de la expresión a un espacio diferente al de la distinción entre una escritura manual y una escritura mecánica. Plantea la posibilidad de que una escritura auténtica sea aquella que se libra de la hipertrofia de la mano que escribe: una escritura anterior a toda la formación gestual que la escritura implica, una escritura como aquella de los niños, que hace rechinar las puntas de los rotuladores, una escritura, en fin, que parta lápices por la mitad y desgarre el papel que debía soportarla.
En la búsqueda de este grado salvaje de la escritura, uno se encuentra con todos aquellos que cultivaron primero sus puños en las mandíbulas y las cejas partidas o empuñaron el cuchillo antes que la letra. Forman el extraño club de los escritores pendencieros. Son los canallas ejemplares.
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