sábado, 15 de marzo de 2008

Autorizar al autor,


El proemio al Proslogium de Anselmo de Canterbury es un magnífico caso de la desigual relación en la historia de lo escrito entre la magnitud de lo transmitido y la relevancia del autor. No se trata, ya desde el principio, sino de "encontrar una sola prueba que no necesitase para ser completa más que de sí misma y que demostrase que Dios existe verdaderamente". El célebre argumento ontológico se desarrollará dos capítulos después. No redundaré sobre el tópico del Fides quaerens Intellectum, dos pinceladas bastan: Anselmo no busca comprender para creer, para tener fe en lo comprendido, antes bien busca comprender aquello en que cree.
Lo que no puede dejar de ser sorprendente es que alguien, que ha llegado a la comprensión de la necesidad irrefutable de un ser superior como principio de cuanto es, no sienta inmediatamente la necesidad de adueñarse de la expresión de dicha idea. De hecho, el autor sólo siente la necesidad de adjuntar su nombre al título del texto tras la relativa fama adquirida por el mismo, dado que "fueron transcritos después por varios", y a tenor de la orden recibida por la autoridad, sin duda competente, del "arzobispo de Lyón, Hugo, legado apostólico de la Galia". Anselmo pertenece a un orden social en el que el autor aún necesita ser autorizado y en el que la palabra en su circulación siempre modulada, pertenece a lo dicho y al decir antes que al narrador y, en conjunto, siempre es finalmente palabra de Dios o no es más que cháchara humana.


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