La fama envuelve a los muertos de la velocidad, de la mecánica y el trabajo, a los muertos de las guerras televisadas y los pasos de frontera, a los muertos por los amores enfermizos, etc. Pero hay muertos olvidados de la fama o sólo recordados como palanca contra estas cifras cotidianas. Son los muertos de las guerras sin reportero, los muertos de los despropósitos del mercado y, claro, los suicidas.
Al muerto de hartazgo, al muerto de exceso de vida, al muerto de hasta aquí podríamos llegar, se le invoca para referirse a la ponzoña generalizada de esta sociedad tan suciamente discreta. En los países del querer vivir como trabajo diario el suicida es un espejo peligroso. Lejos de centrarnos en los porqués, sin duda apasionantes, del asunto, nos dedicaremos a los modos. Entre los suicidas se computan por igual aquellos que consuman el acto, y prenden a la muerte en un puñado, y aquellos que permanecen en un grado de tentativa, acariciándola y dejándola seguir. Pero entre todos forman una comunidad de procedimientos: asiduos a ventanas, azoteas y cornisas, usuarios de la detonación, elaboradores de nudos corredizos, consumidores de vacaciones narcóticas indefinidas, etc. Cada cual hace suya una modalidad consagrada por una tradición soterrada pero evidente. A mí me llena de curiosidad ese excedente en las estadísticas que es mencionado como "otros medios". He aquí el lugar para la experimentación, para el arte del darse muerte, para la necesidad de superar el círculo del bote de pastillas, la navaja o la soga. A esos muertos de los otros medios se les debe un homenaje.
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