"Id, bacantes,
id, bacantes,
y con la gala del Tmolo de doradas fuentes
adulad a Dioniso,
con los panderos de grave son,
al dios del ¡evohé! festejadle con ¡evohé!,
con voces y gritos frigios,
cuando la sagrada flauta de buen sonido,
canciones sagradas
haga sonar, invitando a las posesas
al monte, al monte. Y con placer,
como un potro que pace junto a su madre,
bacante, mueve tu pierna con rápido pie en las danzas."
Eurípides, Las bacantes
Poco sabemos de la mujer griega, poco a través de testimonios masculinos y realmente muy poco desde la voz tomada por la propia mujer. Safo de Mitilene, la décima Musa en palabras de Platón (Antología palatina, 9, 506), se destaca entre sus compatriotas, para quienes contar entre sus referentes a una mujer honorable casa muy poco con la común misoginia, con ese injusto justo orden de las cosas. Lo manifiesta Aristóteles al decir que "los habitantes de Mitilene honran a Safo, aun siendo como era una mujer" (Retórica, 1398b12). En el interior del gineceo, privadas de derechos y destinadas a permanecer fuera de los espacios de la vida pública, sorprende todavía encontrar casos como los de Lastenia de Mantinea y Axiotea Flisiaca, aceptadas en la Academia platónica.
La diferencia masculino-femenino, correlato de todas las dualidades conceptuales que estructuran la cultura griega, se acentúa hasta el extremo en el caso del culto mistérico a Dioniso. Llegadas a los bosques para unirse en su éxtasis a la procesión de las Ménades en honor del dios, las mujeres debieron ser vistas como la aproximación definitiva de la feminidad a lo natural, a lo otro del hombre, a aquello que se prodiga en la fuerza y en la variación. En Las bacantes, Eurípides da testimonio de esta transformación en el relato traído por el mensajero a Penteo:
"Una cogió el tirso y golpeó en la roca de donde salta agua de rocío, otra tiró su vara al suelo y por allí envió el dios una fuente de vino. Las que tenían deseo de la blanca bebida arañaban la tierra con sus dedos y tenían arroyos de leche, y de los tirsos de yedra escurrían dulces chorros de miel."
La mujer poseída por la fuerza del dios opera en la naturaleza con la voluntad de transformación que hace dúctiles los elementos.
Pero es sin duda en el enfrentamiento entre la masculinidad de la vida política y militar de la polis y el culto femenino del dios que separa a la mujer de la casa y la ciudad donde se encuentran las entrañas de esta tragedia. El culto a Dioniso suspende para la mujer todas las obligaciones de la ley divina: las bacantes no son madres ni esposas en los días de la celebración. Alejadas de las murallas, en los bosques, el imperio de la ley humana cesa también y la ciudad no debe tratar de extender su influjo para la inversión de este orden. Penteo, contrario al culto dionisíaco, sufrirá por ello en sus carnes el engaño del dios, de rostro cambiante, y el dolor en manos de las mujeres de su familia, sometidas al entusiasmo báquico.
¡Evohé! cantan las bacantes a su dios para festejarlo. ¡Evohé! como plegaria, invocación y canto amoroso en el que la bacante se dispone a la posesión. Pero ¡Evohé! es también el grito que aterra a los hombres, atrincherados y miedosos en la ciudadela: la mujer privada de derecho en el interior de los muros es dotada por Dioniso de la fuerza y la libertad en el placer fuera de ellos.
La diferencia masculino-femenino, correlato de todas las dualidades conceptuales que estructuran la cultura griega, se acentúa hasta el extremo en el caso del culto mistérico a Dioniso. Llegadas a los bosques para unirse en su éxtasis a la procesión de las Ménades en honor del dios, las mujeres debieron ser vistas como la aproximación definitiva de la feminidad a lo natural, a lo otro del hombre, a aquello que se prodiga en la fuerza y en la variación. En Las bacantes, Eurípides da testimonio de esta transformación en el relato traído por el mensajero a Penteo:
"Una cogió el tirso y golpeó en la roca de donde salta agua de rocío, otra tiró su vara al suelo y por allí envió el dios una fuente de vino. Las que tenían deseo de la blanca bebida arañaban la tierra con sus dedos y tenían arroyos de leche, y de los tirsos de yedra escurrían dulces chorros de miel."
La mujer poseída por la fuerza del dios opera en la naturaleza con la voluntad de transformación que hace dúctiles los elementos.
Pero es sin duda en el enfrentamiento entre la masculinidad de la vida política y militar de la polis y el culto femenino del dios que separa a la mujer de la casa y la ciudad donde se encuentran las entrañas de esta tragedia. El culto a Dioniso suspende para la mujer todas las obligaciones de la ley divina: las bacantes no son madres ni esposas en los días de la celebración. Alejadas de las murallas, en los bosques, el imperio de la ley humana cesa también y la ciudad no debe tratar de extender su influjo para la inversión de este orden. Penteo, contrario al culto dionisíaco, sufrirá por ello en sus carnes el engaño del dios, de rostro cambiante, y el dolor en manos de las mujeres de su familia, sometidas al entusiasmo báquico.
¡Evohé! cantan las bacantes a su dios para festejarlo. ¡Evohé! como plegaria, invocación y canto amoroso en el que la bacante se dispone a la posesión. Pero ¡Evohé! es también el grito que aterra a los hombres, atrincherados y miedosos en la ciudadela: la mujer privada de derecho en el interior de los muros es dotada por Dioniso de la fuerza y la libertad en el placer fuera de ellos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario