sábado, 12 de abril de 2008

Muerte visitadora, muerte alojada


Como anticipación, como modo de hacer de lo otro algo más cercano, para domeñarlo, para en la cotidianidad vencer el extrañamiento, se han forjado figuras de la muerte casi sin número. De entre ellas dos se oponen como extremos en la localización de la vivencia. La muerte visitadora, la muerte como fuerza externa que llega para darnos fin es tal vez la más frecuente expresión de la primera. En la Elegía de Miguel Hernández la trágica llegada habla en las palabras:

"Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado."

Y más aún, tras hacer explícita esta dependencia de la muerte con respecto a lo externo que llega para golpear, segar o derribar la vida para siempre, el poema perfila una muerte que visita del mismo modo en que el amante visita a la amada. Tal vez la expresión más cruda de la pérdida:

"No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada."

La figura contraria, la que hace de la muerte un órgano, un cuerpo alojado en el cuerpo, un espacio interno a la vida en cuyo desdoblamiento se produce la desaparición, tiene su máximo representante para las letras contemporáneas en el poema de Rilke. En la última estrofa del cuarto poema de las Elegías de Duino, se cifra esta imagen en el niño para quien la muerte no es todavía la certeza de ese fruto de la vida que crece:

"¿Quién enseña un niño tal como él está? ¿Quién lo coloca
en el astro y le da la medida de la distancia
en la mano? ¿Quién hace la muerte de los niños
con pan gris, que se endurece, o deja
esta muerte dentro de la boca redonda, como el corazón
de una hermosa manzana?... A los los asesinos se
les ve pronto. Pero esto: contener tan suavemente la muerte,
la muerte entera, aún antes que la vida
y no ser malo
es indescriptible."

Es así como el niño está más próximo al animal, libre de esta muerte que se presiente en la aceptación de lo que somos como seres del tiempo, como seres específicos. La muerte en Rilke es muerte propia: no nos está dado morir, sino solo morir-nos, porque en nosotros habita la muerte que formamos, esa muerte que ya somos y que sin duda debemos llegar a ser.


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